blues y blog

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miércoles, 19 de diciembre de 2012

SALOMÓN


--Vamos, Salomón, vamos que te duermes…

A duras penas consigo que se ponga sobre sus cuatro patas y me siga. Nos soportamos. Nos compenetramos. Si no fuese por él yo no saldría. Y al revés, si no fuese porque yo sacudo su pereza él se quedaría todo el día tirado moviendo el aire con el rabo. Como yo, de pronto se ha hecho viejo y ha dejado de ser juguetón. Creo que tiene rarezas típicas de su edad y está impertinente como muchos ancianos. A veces se lo digo y creo que me entiende. Ya de vuelta a casa tiraba de mí y de la correa como si tuviese urgencia por llegar, como si algo inefable y muy importante lo esperara al llegar a casa. A Salomón lo espera su manta junto a la chimenea y su tazón de leche. Y a mí, mi sillón junto a su manta frente a la chimenea y mi vaso de leche caliente. Somos un hombre y un perro, pero parecemos dos viejos amigos solitarios.




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domingo, 16 de diciembre de 2012

LOS DIEZ MANDAMIENTOS DEL HOMBRE MODERNO


Primero: Amarás a quien quieras por encima de todas las cosas. El dinero, tu cuerpo, tus hijos, tu perro, tu hombre, tu mujer; y si no lo hicieras, nadie tendrá derecho a reprocharte nada.

Segundo: No pronunciarás el nombre de tu banquero en vano. Y serás responsable de la buena marcha de la entidad bancaria para que no tenga que ser intervenida por el BPPA (Banco de los países pobres alemán), abonando por anticipado y sin demora los pagos con responsabilidad contraída.

Tercero: Santificarás los días de fiesta y los del medio. No permitirás que te sean arrebatados los puentes de guardar y unir festejos y senderos, pues sin ellos la semana carece de sentido.

Cuarto: Honrarás a tu padre y a tu madre que te sacan del apuro cada fin de semana quedándose a los niños para que vayas de fiesta o al fútbol con tus amigos; que te ponen la mesa y te ofrecen su casa y avalan el préstamo que le pides al banco.

Quinto: No matarás hasta no estar seguro de cometer el homicidio perfecto. Pero si no tienes más remedio que matar por imperativo personal y humano, practica con tu mujer que te sale gratis y a devolver ganancias, subsidios, paros y desempleos.

Sexto: No cometerás actos impuros antes de asegurarte con mucha atención de que no hay una cámara cerca espiando tus movimientos. Pero si lo haces, haz que parezca un robado y no dejes de cobrar por adelantado el cheque de la empresa promotora de eventos impuros.

Séptimo: No robarás a menos que sean alcalde o concejal o mando político de importancia, diputado de partido de índole nacional, jefe de algo. Si eres un Don Nadie no podrás robar a menos que prefieras pasar muchos años en la cárcel sin revisión de condena y sin salidas de fin de semana. Tú mismo.

Octavo: No serás acusica si conoces los manejos extraños de tus jefes de gabinete. Tampoco mentiras diciendo la verdad porque eso será lo que resulte de confrontar tu palabra de pobre chupador contra la suya, alcalde o concejal por méritos propios de la ciudadanía. Mentira.

Noveno: Volvemos a recordar el tema de la castidad y la pureza. Y volvemos a insistir en la necesidad de mantenernos vírgenes de pensamiento y obra. Que no se nos ocurra darle por culo a alguien , porque eso está castigado por la ley divina. Pero sin nos dan a nosotros, aguantemos estoicamente, porque serán gajes del oficio de ser humano. Aguanta y serás recompensado por la ley de dios. O sea, que te den.

Décimo: Este es el más importante de todos los mandamientos divinos: No codiciarás los bienes ajenos. Es también el más importante mandamiento para este año y para todos los años que dure este mensaje. No desearás, -porque será codicia-, tener el trabajo que tenías y que ahora tiene otro; la casa que te quitaron y que ahora habita otra familia; el dinero que se quedó la banca en intereses porque eso la salvó de otra catástrofe mayor; la familia que perdiste, los amigos que se quedaron en el camino, los sueños que tenías y que ahora son de otros. Son bienes ajenos. No codicies.


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lunes, 29 de octubre de 2012

LA PANADERÍA


Juan es uno de los cinco millones y medio de parados que hay en el país. Lamento que el país sea España, y que el caso suceda en Andalucía, pero es así. En este, como en otros países europeos, el problema del paro laboral se ha atrincherado tras las débiles paredes de un estado incapaz de hacerles frente.
       Juan tiene a su favor además de un carácter excepcional y afable, su buen humor y simpatía, una mujer que lo quiere y una familia que permanece unida. Mientras su mujer aun conserva su trabajo que le aporta un respetable sueldo, Juan organiza la vida familiar de forma que le quede tiempo para todo. Lleva a los niños al colegio, prepara la casa y la comida, hace la compra.

       Ahora está comprando en la panadería de la calle y el hombre que la atiende lo saluda con la misma cantinela de cada día.
           
        -¿Encontraste trabajo, Juan?

Y Juan le responde, como cada día también.

        -Ya he dejado lo de veibeme, Andrés, ahora soy agente de bolsa.

         Ahora pasa un coro de campanilleros por la calle y Andrés cierra la puerta para poder hablar mejor con su cliente.

        



         Juan abona el pedido de pan y se dispone a recoger las bolsas que ha dejado en el suelo, justo en el momento en que entran dos encapuchados armados con pistolas, amenazando y pidiendo a gritos el dinero que hay en la caja.

           En la caja registradora apenas hay treinta euros en billetes y algunas monedas para el cambio, y eso eleva el tono de las exigencias de los delincuentes. Uno de ellos le agarra a Andrés el cordón de oro que lleva al cuello y tira con fuerza tratando de arrancárselo. Andrés se defiende a patadas y manotazos en el aire mientras grita a su vez pidiendo la ayuda de Juan y sujeta con fuerza el medallón que cuelga de la cadena de oro.

        -Por tus muertos, Juan, ayúdame… ¡la medalla del Betis no, cabrones!, llevarse el pan y el dinero… Por tus muertos, Juan, ayúdame, que me la arrancan, Juan, que se le llevan.
           
          Por la calle pasa el coro de campanilleros que ya se ha dado la vuelta, haciendo cimbrear sus panderetas. Tiemblan las voces pequeñas de los niños y les brilla la nariz.

          Juan intenta sujetar al ladrón que quiere quitarle la medalla a Andrés mientras el otro llena una bolsa con productos gourmet del escaparate. Andrés se revuelve como un león sin soltar su presa y el otro tira de la cadena sin resistirse a soltarla. Uno defiende su escudo, la medalla de su equipo real, y el otro piensa en el oro que lleva puesto el panadero. Casi están rodando por el suelo enganchados los dos.

          Juan forcejea entre ambos tratando de hacer algo, cuando se abre la puerta y un niño escapado del coro asoma su carita despistada y hambrienta y pregunta cuánto vale un donuts, y un ruido sordo y sin sentido se le clava en un lugar del alma y cae sobre el suelo impoluto de la más vieja panadería del barrio.





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jueves, 6 de septiembre de 2012

PERFUMES EN EL RECUERDO


Con el tiempo, hasta los olores han perdido el antiguo aroma que tenían. Ninguno de aquellosa sensaciones que nos desarrollaron de forma tan agradable el sentido del olfato, que nos embriagaban, que apreciábamos y sabíamos distinguir entre cualquier otro cuando éramos pequeños, sigue teniendo el mismo perfume, el olor o el aroma que recordamos.

Ni siquiera las pastillas de jabón de Heno de Pravia siguen conservando el olor aquél suave y delicado que tenían. Ni los jarabes para la tos, ni el horno de las panaderías donde se cuece el pan. O están nuestras narices incapacitadas ya para captar lo más fino, las mejores esencias, hechas una calamidad por los estragos que nos ocasionan las fórmulas de los compuestos que le echan al aire para que parezca aire, lo que nos tiene inhabilitadas las fosas nasales.

Uno de los olores que no he podido recuperar nunca y que cada día está más lejano en el recuerdo, es el que despedía la vieja biblioteca de mi pueblo, en la que apenas ya quedaban libros cuando yo era pequeña porque nadie había seguido reponiendo ejemplares, y en la que los chiquillos, sobre todo los niños leían tebeos, y algunos hombres, los periódico atrasados de toda la semana. Era un olor intenso que se metía a través de los huecos de la nariz y llegaba a los bronquios e inundaba la capacidad pulmonar hasta inundarnos el pecho. Entonces había que abrir la boca y dejar salir el aire, quedarnos vacíos y respirar de nuevo.

La biblioteca era un salón grande más largo que ancho lleno de pupitres altos con cajoneras ideales para leer de pie, tomar notas y guardar periódicos o libros en sus gavetas; y mesas y sillas todas de color negro, o ennegrecidos por el tiempo y el uso. Todo era de la misma madera. Sobre el extremo derecho del salón había una oficina situada sobre un altillo a la que se llegaba a través de una corta escalera, desde la que el responsable de su uso vigilaba para que todo funcionase bien y tomaba nota de los libros o revistas que íbamos a llevarnos. A mí me gustaba sentarme en uno de los lugares destinados a la lectura, una mesa alta con taburete, y leía sobre todo a Julio Verne, que era casi obligado, ya que apenas quedaba fondo editorial en las estanterías. Las pastas, los lomos, las páginas interiores, todo desprendía el mismo olor agresivo, particular y único. Era un tufillo intenso y no se podía decir que fuese agradable, pero a mí me gustaba, así como recorrer los dedos por los pliegos duros como papel de pergamino, tan manoseados y enteros, tan fuertes como si estuviesen barnizados.

Aquel lugar era una reliquia. Herencia de antiguos patronos ingleses que tuvieron la mina en concesión y que, al marcharse nos la dejaron en calidad de regalo que nadie más pudo seguir manteniendo mucho tiempo, porque enseguida llegó la tristeza de una guerra que nadie había pedido, y lo menos importante era reponer las baldas con libros. Había que reponer balas en las cartucheras y jóvenes en las trincheras y algunos muertos en el cementerio.
La desidia es una mala planta que se agarra a las paredes del tiempo y destroza los cimientos de la vida de las cosas. Y aquella desidia terminó por corroer lo que quedaba de muebles, sillas, libros y revistas juveniles. Algún día, siguiendo alguna orden, ya nadie más abrió sus puertas y nadie supo a qué vida pasó su escaso contenido.

Hoy día el local está destinado a asuntos de la alcaldía compartido con un pequeño ambulatorio donde el médico recibe de 10 a 12 en días alternos y cuida de la salud aburrida de media docena de vecinos que se dan cita previsiblemente en espera de que sean menos largos los días. Es como el club social en el que por fuerza has de encontrarte con alguien.

Hoy día, en mi pueblo no hay escuelas ni iglesias ni mercado ni un lugar en el que las mujeres puedan verse para hablar de sus cosas. Los hombres van al bar, pero ellos son ellos. Y sus necesidades no son las mismas, no cuentan como problemas.

Y hoy, un día cualquiera en el que no ha habido nada reseñable que contar y ningún perfume especial me agasajó la mañana, por algún motivo caprichoso de la memoria he rememorado aquel olor que lo impregnaba todo; las paredes, los libros, los muebles, los fantasmas de la vieja y desaparecida biblioteca.

He intentado a través de las palabras mantenerlo en la memoria olfativa como si fuese la esencia de aquellas mandarinas.

Otra fragancia la de las mandarinas, por cierto, que ya nunca fue la misma que guardamos en el recuerdo.


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miércoles, 29 de agosto de 2012

MIS LIBROS Y YO


Mis libros y yo. Yo y mis libros, el yo de mi yo y los libros de mi pequeño mundo. Somos tal para cual: desordenados, caóticos, a medio hacer un poco, atolondrados, aventureros, ficticios, cobardes o arriesgados, un poco locos, mágicos, indecentes… Nos amamos y a veces hasta nos entendemos, y otras, por el contario, nos mostramos incapaces de soportarnos y nos alejamos con una pretendida altivez que hasta nos duele un poco en la conciencia. Nuestra relación es de dependencia, nuestro amor es para practicarlo a cualquier hora.

Como si fuesen estigmas de los que no se borran, como las arrugas que se nos marcan en la piel o los vicios incuestionables, desde el primero hasta el último se han quedado ya para siempre conmigo. Como los hijos de antes o las piedras de los caminos por los que se transita poco. Quietos allí o viajando de mudanza en mudanza, soportando los trastornos de un viaje que no siempre nos llevó de vuelta.

El primer libro que me compré (mejor dicho, que me compraron) no fue un libro, sino una trilogía de más de 600 páginas cada uno. Lo guardo en la memoria y en los anaqueles. Veía su anuncio cada día en el periódico y me esforcé hasta conseguir que mi padre lo comprara. Era una adquisición a crédito y aún así era penoso frente a los pagos cada mes. Recuerdo que el sueldo de mi padre era en aquél tiempo de 260 pesetas a la semana y el crédito se nos hizo eterno.

Los libros eran “Un millón de muertos”, “Los cipreses cree en dios” y “Ha estallado la paz”, de José María Gironella, un catalán amigo del régimen que debió vender más libros de aquélla colección que de todos los otros que hubiese escrito en su vida. Yo era muy joven para aquél tipo de lecturas, pero me apasionaba el tema del que tenía una información detallada y dolorosa pero parcial, de una parte muy residual y resabiada del bando de los vencidos. Mi madre era vehemente cuando contaba atrocidades, pero mientras leía aquéllas páginas parecía que me estaban contando batallas de otra guerra ocurrida en otro país. Menos mal que el tiempo y yo misma, pusimos las cosas en su lugar y le dimos a los nombres signos definitivos. El señor Gironella tal vez fue necesario en aquél momento, porque quizás más tarde no habría sido capaz, no hubiese podido leerlo sin hacer un sacrificio enorme. Tuve capacidad para saber distinguir, evitar el daño que podrían hacerme, valorar y optar por algo libremente.

Me quedé con los vencidos.

Desde el medio rural en el que vivía nos desplazábamos a otros pueblos importantes o a la capital para hacer compras, ir al médico o gestionar asuntos de distinta índole. Y en la primera ocasión en que viajé sola, apenas ocho kilómetros bordeando el río, había conseguido sisar lo suficiente para comprarme un libro, el primero que compré, sin posibilidad de elegir porque no había mucho donde hacerlo. “Una chica de Lubeck”. No consigo recordar el nombre del autor, pero será un placer ahora que hablamos de ello, volver un día al pueblo y buscarlo entre los que se quedaron allí; posiblemente incluso se me ocurra buscar en Google el nombre de la ciudad, que se me antoja australiana.

El hecho de elegir aquél libro fue una necesidad que sentí de pronto, saber si aquélla chica y las otras que aparecían en el texto eran como yo. En otras palabras, si yo, habitante de una diminuta e ignorada porción de tierra podría sentirme identificada con la chica de una ciudad grande, moderna, cosmopolita, como me figuraba que sería aquélla llamada Lubeck.

No puedo hacerme una idea de las veces que he tenido ese libro en las manos o lo he estado mirando, leyendo, pasando los dedos por su lomo frágil, teniendo en cuenta que lleva en mi poder casi cincuenta años.

En realidad, era en el pasado cuando más disfrutaba de los libros. La poca disponibilidad de efectivo para adquirirlos y la ausencia de una biblioteca en la que poder satisfacer la necesidad de leer o de mirarlos me lo hacían ver de forma avariciosa y disfrutar más lo poco que tenía. Todavía en plena penuria económica pero fuera del pueblo, sobre la margen izquierda del río, en plena Gran Vía de Bilbao, bajo la enorme mole de piedra ennegrecida y sobre el duro suelo adoquinado, una pequeña librería larga y oscura, atiborrada de lomos manoseados y en todos los tonos sobrios y ennegrecidos, se convertiría en el santuario desde el que lograría tocar y adorar a los dioses que venían de ultramar escondidos en fardos de contrabando. Allí me atreví a pedir un libro del que alguien me había hablado.

El librero me miró de arriba abajo y me reconoció desde dentro, como si solo mi apariencia le diese confianza, y se fió de mí de la forma más asombrosa, me llevó tras él por un oscuro pasillo, descorrió unas cortinas de cuero hecha jirones y bajamos desde una trampilla disimulada entre las láminas del suelo, por una escalera de caracol hasta un sótano iluminado sólo por una bombilla desnuda y sucia. Allí, en los cajones de madera aparentemente desordenados, empaquetados aun, se amontonaban los libros que la editorial Losada, proveedora desde la Argentina de todo el caudal de exilio español, hacía llegar por todos los medios que podía poner a su alcance.
El hombre, después de una ligera búsqueda dio con lo que yo le había pedido. Y de momento tuve ante mí una joya que pocos se hubiesen atrevido a soñar que verían un día y podrían tocar viviendo en España en aquéllos años duros de dictadura. “La antología rota”, de León Felipe. Es posible que ya nadie o pocos sepan de qué va, de qué se trata, quien fue León Felipe o qué escribía. En una de sus páginas dice, por ejemplo: “cuando Franco, el sapo iscariote y ladrón dijo que la guerra de España era una cruzada religiosa y que dios estaba con ellos, al poeta le entraron unas ganas terribles de blasfemar”.

Con esta joya literaria metida en la mochila estuve detenida en una comisaría de Bilbao después de que la policía nos cogiera a unos cuantos que quedamos atrapados entre dos fuegos durante una manifestación contra el crimen que se iba a cometer unos días después de que se celebrara el consejo de guerra en Burgos. (pero esta es otra historia). Aquella gente no sabía quién era León Felipe ni el contenido de la “Antología rota”. Gracias a la incultura me salvé.

Este fue el libro que más veces he perdido porque lo he prestado muchas veces. Más tarde llegaría la búsqueda insaciable de Rayuela. No sé por qué, pero mientras todo el mundo hablaba de ese título y de su autor, yo no conseguía tenerlo. Eso hizo sin duda que mi interés creciera y cuando al fin pude localizarlo en una librería de barrio, sobre un expositor vertical de libros de bolsillo, la emoción que sentí fue indescriptible, así que ni lo intento siquiera. Lo leí de corrido sin detenerme en nada, sin pretender entenderlo. Después, más lentamente, lo saboreé separando cada sabor y su contenido me hizo plantearme tantas cosas, que creo que desde entonces tuve una forma diferente de sentir y ver mi vida y mi entorno. A partir de entonces fui La Maga.

Por eso, por ser la maga, me atrapó cómo lo hizo desde el primer día y hasta el último aliento entre las hormigas, los cien años de soledad que nos trajo García Márquez. Ese sí ha sido el libro que más veces he leído. Pero entre aquellos primeros tan lejanos y los últimos adquiridos en la Plaza Nueva, la diferencia es abismal. El número de ejemplares se multiplicó hasta el infinito; pasé de no tener a no saber donde tenerlos; el afán se hizo casi enfermizo y crónico. Más que leer, es el gusto de tener, de saber que cuento con ellos, que están ahí, que me miran, que puedo tocarlos y amarlos, respetarlos y temerlos. A los libros se les teme también. Yo me figuro que un día me pedirán cuentas. Me preguntarán qué he aprendido, cómo los he mirado, de qué forma suplanté las personalidades de sus páginas, imité sus palabras o aprendí a sufrir con ellos.

Me harán cientos de preguntas, me lo temo y lo deseo. Yo les contestaré como es debido. Nunca se les ama demasiado, pero puse todo mi empeño en conseguirlo.


(Nota: he averiguado que no podía tratarse de aquél libro, “una chica de Lubeck”, puesto que fue editado en fechas posteriores a las que me refiero)


María D. almeyda. Mayo, 2010.



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jueves, 9 de agosto de 2012

EL NUEVO MUNDO

Al terminar la segunda guerra mundial, una línea invisible dividió el mundo dejando a un lado a los vencedores y a otro a los vencidos, y como respondiendo a una ley que no estaba escrita y nadie refrendó, los vencedores fueron considerados los buenos mientras que el bando derrotado pertenecía al depravado y salvaje grupo de seres que habían ocasionado el nefasto tiempo que se vivió entre guerras inhumanas y brutales.

El bando vencido fue sometido y despojado de todos sus derechos. Se les confinó en una parte del mundo en la que estaba prohibida la presencia de los buenos para que estos no fuesen contaminados, y viceversa. De modo que efectivamente y de forma más real y visible, el mundo a partir de entonces estuvo formado por dos bandos contradictorios y antagónicos separados por una invisible franja que nadie tenía permiso para traspasar.

En principio se dictaron infinidad de órdenes en uno y otro bando referentes a prohibiciones, derechos y deberes de ambos sectores. El mundo era muy grande, pero las medianías estaban aseguradas en todos los sentidos. La mitad de la población ocupaba el bando de los buenos, disfrutando del bienestar que consideraban merecido, mientras que la otra mitad permanecía en el ostracismo de los perdedores.

Los vencedores se convirtieron en déspotas y maniqueos jefecillos dispuestos a ejecutar órdenes perversas. Los vencidos, doblemente humillados, se manifestaban con ligeras escaramuzas que eran rápidamente disueltas y después de forma individual o en grupos cometían todo tipo de desmanes.

Había un jefe supremo para cada bando. Se habían abolido los mandos militares y en cada sociedad se estableció un sistema de guardias de índole civil que rendía cuentas cada día a un inmediato superior, hasta llegar al supremo.

En el mundo de los buenos o vencedores, las únicas anomalías eran las detenciones que cada día se efectuaban sobre elementos del bando contrario que infringían las reglas, saltaban al mundo ocupado por la gente honrada, eran reconocibles por un aspecto vulgar y sucio y el vocabulario soez de delincuentes reprimidos. No había alteraciones provocadas entre los habitantes buenos, gente a la que se le habían suprimido los impuestos y otorgado toda clase de privilegios. Los malos o vencidos costeaban con su trabajo la vida holgazana y libre de los opresores. Estos, a su vez, contaban con un líder que neutralizaba leyes de igual modo que las creaba. Cada una de sus órdenes revocaba otra anterior y el caos organizado en su estructura social era cada día más insufrible. La gran muchedumbre que resultó del bando de los vencidos era gente proscrita e insolente que vivía entre peleas y crímenes. De igual modo en el bando de los vencedores el despotismo mostrado contra los vencidos solo tenía parecido con la empalagosa y artificial gestión de sus propios asuntos.
Los jefes de ambos mundos tuvieron noticias del caos insuperable que se estaba organizando a cada lado de los territorios y decidieron reunirse para hablar de ello y tratar de poner soluciones.

Poder vivir en paz era todo lo que deseaban. El único sitio neutral que quedaba en la tierra era la línea invisible y divisoria que los separaba y hubo que establecer la mesa de diálogo sobre un promontorio al aire libre, sobre el cual los dos mandatarios se estrecharon las manos cordialmente. Todo hacía prever un feliz acuerdo.

El primero en hablar fue Opaco, como representante del pueblo perdedor.

-Hermano, nuestra contienda quedó atrás y firmamos las bases de un contrato, pero nuestra inteligencia no puede permitir más abusos por vuestra parte. Lleguemos a un acuerdo.
-Así se hará –Respondió Lúcido estrechando la mano de Opaco y ofreciéndole una mirada limpia de rencores.

Durante tres días permanecieron en el mismo lugar sin admitir injerencias ni consejos de sus subordinados, de los que solo recibían agua y comida que les ayudara a mantenerse despiertos y enteros para seguir negociando.

Al final del tercer día habían quedado concluidas las negociaciones a falta tan solo de unir ligeros flecos y las firmas correspondientes que pondrían fin al lamentable estado de cosas que habían estado sucediendo. Al cuarto día, descansados y limpios y desde el mismo lugar que se señaló en un principio como zona neutral, se declaró abolida la simbólica raya que dividía a los bandos.

Fue la primera de una larga lista de cambios que habían de ponerse en marcha desde aquél momento. Opaco y Lúcido, vestidos ambos con ropas neutras que no mostraban pertenencia a ninguna de las dos fases, hablaron para sus súbditos ofreciéndose gentilmente la palabra uno a otro.

-Hermanos –Era la forma habitual que tenía Opaco de dirigirse a su gente-, desde este momento todo ha cambiado y de igual modo que estamos aquí Lúcido y yo y nos estrechamos las manos, habéis de hacerlo vosotros en un gesto de buena voluntad. Desde este momento habrá un solo mundo y una sola condición humana. Todos seremos iguales y nos ofreceremos unos a otros el mismo tratamiento, y si alguien no cumple lo que desde ahora está pactado y firmado en los acuerdos, será fulminantemente desterrado a la tierra de nadie, en la que solo vivirán los insumisos y las bestias.

Guardó silencio durante unos segundos, al fin de los cuales tomó la palabra Lúcido para hablar en el mismo tono conciliador, pero firme y decidido que utilizó su compañero.

-En nuestros acuerdos solo quedan por establecer las bases sobre las que se asentará nuestro futuro. Es decir, seremos todos iguales, perteneceremos a la misma categoría, tendremos igual trato, los mismos derechos y deberes, pero seremos todos buenos, o todos malos. Y en esa cuestión, hermanos, es en la que os toca decidir a vosotros.

El mundo enteró votó sin compromiso y sin atender a arengas revolucionarias. La cuestión que se planteaba en el referéndum era una sola: “Quieres ser Bueno o Malo”. Ni siquiera vencedores o vencidos, sino la consecuencia de aquél otro acto resultante de la gran guerra. Las urnas se llenaron de combustible. El papel arde bien y los que no estaban de acuerdo con la fórmula utilizada les prendían fuego una y otra vez para que no se conocieran los resultados. Nunca se supo si eran los partidarios de uno u otro bando los que cometían el delito, o si se hacía solo para darle más emoción a aquél mundo que estaba comenzando a ser considerado un estado de papanatas y serviles alguaciles portadores de cajas llenas de papeletas.

Al final se optó por fabricar urnas de un material resistente a cualquier otro intento de destrucción, y después de varias semanas se conoció el resultado.

Todos iban a ser buenos.
Hubo intentos de sublevación, sabotajes y atentados pretendiendo poner en peligro la nueva vida que se estaba estableciendo en aquella tierra tan falta de esperanza, pero al final se impuso el orden. Los reincidentes que se amotinaban contra las normas, de uno u otro carácter, después de varios intentos de conducirlos por el lado de la obediencia sin resultado positivo alguno, fueron conducidos a aquél territorio prometido como limbo de escarmiento en el que eran confinados.

Y el mundo comenzó a ser el paraíso que algunos habían soñado. L

os hombres y mujeres de aquel estado único llamado Nuevo Mundo comenzaron a entrar en un contexto de exagerada exaltación de gestos que los situaban al borde del mimetismo y la ramplonería. Los ácratas no exteriorizaban sus sentimientos por no entrar en discordia con los creyentes. El anarquista reprimía sus ansias y era infeliz de una forma sobrenatural y lógica. El aventurero guardaba distancia con la aventura pues sus riesgos eran motivaciones que podían romper el estado del bienestar conseguido. La prostituta ensayaba sus poses ante el espejo añorando momentos de lujuria que ahora no podía mostrar a nadie. Los ladrones, los timadores, los corredores de apuestas prohibidas, la gente que solía vivir de espalda a la legalidad, se reunía en garitos solo para recordar viejos momentos de gloria.

En contra de lo que habían deseado, todos eran infelices. Solo los tontos se libraban del sentimiento de frustración que los estaba enloqueciendo. Las mujeres morían de tedio, los hombres que odiaban a sus mujeres se lanzaban desde los precipicios antes de acometer el acto del abandono o el crimen. Se escuchaban contar historias terribles de aquellos que fueron expulsados del Nuevo Mundo y era preferible morir antes de ser cazados en el acto de la insumisión. Los violentos se resignaban a morderse las uñas o entraban en cólera en la soledad de sus cubículos destrozando cuanto se les ponía por delante. Los niños no aprendían con libertad otros juegos que fuesen ajenos a los valores predominantes. Se estaba creando una sociedad de gente pálida y sin recursos para hacer frente a la soledad.

Pálido y Opaco estuvieron de acuerdo al asegurar que la ausencia de maldad constriñe al ser humano y lo priva de libertad. Los que habían decidido una formas de conducta no habían tenido en cuenta la propia condición del hombre, su libre albedrío, y ahora se veían confinados a un proceso mil veces peor que el de ser expulsados al limbo de los insumisos.

Se sucedían los suicidios, el odio se reflejaba en los ojos, se propagó un medio de denuncia que los envilecía y al tiempo creaban su propia camarilla de truhanes, la vanguardia de una nueva joven guardia que rememoraba métodos antiguos, que pronto serían de nuevo evaluados y puestos en práctica aceptados bajo ley y con todas las consecuencias.

El orden volvería a imponerse sobre el desorden o el caos se implantaría sobre la tibieza y la inopia imperantes. El hombre volvería a mostrar su inteligencia, a desarrollar su verdadera capacidad, a mostrarse tal cual fue concebido. Un hombre igual a una maldad, una insensatez, una locura, una genialidad o una majadería.

Lentamente se fue aceptando el nuevo orden de las cosas sin que se pusieran reparos ni hubiera que celebrar elecciones para ello. La gente volvió a las ciudades, se crearon barreras, fronteras, banderas, estados. Circularon los trenes, se transgredieron normas y leyes, hubo crímenes y estafas increíbles y mafias asesinas, prostitución, comercio de seres humanos, guerras... El hombre respiró tranquilo. El aire volvió a estar contaminado.


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Maria D. Almeyda ......

Sevilla, febrero, 2011.

domingo, 29 de julio de 2012

COMO CADA DÍA

Cada día, después de la ducha y el afeitado, de colocarse bien su traje, su corbata, despedir a los niños, tomarse un café negro a sorbos acelerados, y antes de salir corriendo con su cartera de cuero marrón -como cada día- para su trabajo, él deja sobre la mesa tocador de la entrada el dinero que, a su entender, debo necesitar para este día.

Cada día, al recogerlo, siento como si fuese el pago acordado con la puta por el trato recibido.

La necesidad me hace cogerlo cada día mientras me muero de asco y lo desprecio.

Y como cada día me aguanto el asco y me desprecio, me muerdo la lengua y me callo, como dice el refrán que hacen las putas.




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martes, 10 de julio de 2012

FRANKY

Miró a su alrededor sintiéndose absolutamente desorientado.

Había nacido de un estallido, de la unión del rayo y la tormenta. Se había producido un fragor que repercutió en las montañas haciéndolas temblar. Después sintió la vida correr por sus venas y lentamente comenzó a pensar. Concluyó que ya era un hombre, un ser humano.

Tenía pensamientos y sentimientos de hombre, atributos de hombre, manos y mirada de hombre. Aunque estaba deformado y perdía el equilibrio por la descompensación de sus miembros y la repercusión de la gran tormenta que lastimaba con su furia todo lo vivo.

Ya estaba allí, no sabía cómo había llegado, de qué forma se unieron sus miembros agarrotados por la furia y el miedo, a quien pertenecía su pensamiento, a quien su corazón, de dónde extraería el sentimiento si quería amar. Pero todo lo que quería saber lo entendería después cuando fuese necesario. De momento su escasa inteligencia le mandó descansar y se tumbó bajo un puente protegiéndose con sus arcos de la lluvia; después se quedó dormido.

Al despertar miró a su alrededor y todo parecía diferente. Ya no llovía ni el paisaje se escondía tras la tétrica mirada de una tormenta llena de ráfagas violentas y gruñidos de loco. Ahora todo el campo parecía apacible y los verdes brillaban salpicados de gotas como perlas dejadas caer con descuido sobre las hojas muertas.

Aquél sería un bello lugar para quedarse, pensó Franky llevándose con trabajo una mano hacia arriba para rascarse una oreja. Tenía los miembros entumecidos y los sintió doloridos por el frío y la humedad. Buscó un claro entre las ramas por donde se colaban rayos del sol y sintió que todo su organismo entraba al servicio de la vida. Sonrió bonachón y se frotó las manos pensando una vez más que aquél sería un buen lugar para quedarse.

Poco a poco fue identificando sensaciones que se abrían paso en su cerebro y les buscó un nombre por el que conocerlas. Ahora sentía una especie de enfado en su interior, como un desasosiego que llamó hambre. Cerca de allí, otros seres parecidos a él se movían en actitudes desconocidas y se aproximó a ellos imitando sus movimientos, intentando hablar como ellos hacían. Pero no le entendieron. Unos le arrojaron piedras, otros corrieron y otros gritaban cosas que no entendía, pero todos parecían realmente furiosos. Una piedra le alcanzó en el pecho y localizó palabra Dolor para llamar a aquello que sentía. Dolor.

Dolor y rabia. Bien, se dijo cada vez más satisfecho, ya soy un hombre, ya me voy pareciendo a ellos. Quería hacerse entender y siguió aproximándose, pero la actitud cada vez más violenta de sus semejantes lo mantuvo fuera de su alcance. Los hombres se alejaron dando voces y haciendo gestos amenazadores mientras él se acercaba a una casa que distinguió a lo lejos. Dos personas que lo vieron llegar corrieron y se encerraron en ella. Escuchó el correr de los cerrojos al mismo tiempo que un silbido punzante le rozó la frente. Se tocó con las manos descarnadas y sintió un líquido espeso y pegajoso corriendo por sus pómulos y ocultándose en su boca. Conoció el sabor de la sangre y el escozor de la herida. Pero siguió adelante. Quería ser un miembro de aquélla comunidad, pertenecer a sus vecinos, compartir su paz y tener un techo, conocer el amor.

Franky recordó que uno de sus primeros descubrimientos había sido el sentimiento del amor, saberse poseedor de la válvula que hacía fluir las emociones, y no se desalentó. Sabía que la poseía y únicamente necesitaba saber el modo de echarlo hacia fuera para que aquella gente desconocida pudiera conocer sus afectos. Y siguió adelante cada vez con más hambre, con aquél desaliento en el lugar en el que creía que residía la necesidad.

Y llegó a otro lugar en el que unos niños jugaban a ocultarse, y se escondió de ellos y aprendió el juego mientras les observaba. Permaneció oculto y al ver que un niño se quedaba solo y decía en voz alta una cantinela tapándose la cara con las manos, se acercó hasta él y le dijo “¡te pillé!” con una voz que por primera vez se escuchó a sí mismo y no supo reconocer como una voz humana.

El niño lo miró horrorizado, paralizado por el miedo y porque los brazos fuertes y desiguales del monstruo lo atenazaban. No podía gritar, pero Franky repetía “te pillé, te pillé”, mientras su enorme cuerpo se agitaba con una risa convulsa y desquiciada. Y allí, sobre los ojos del niño desorbitados por el miedo veía su figura, y un sentimiento que le era desconocido fue apoderándose de su inmenso corazón. Soltó al niño, caminó hacia atrás dando tumbos haciendo vacilar su corpachón deformado. Con los ojos dilatados comprendió el espanto que causaba y temió sentir el miedo que a sí mismo le causarían los hombres.

El día estaba hermoso y el sol se filtraba por las ramas de los árboles, pero él no quería claridad. Buscó la noche de una cueva y se ocultó de los hombres a los que antes había ofrecido su compañía. Pensó que aquél no era un buen lugar para quedarse, que aquél lugar no le pertenecería nunca. Se dejó caer sobre la tierra fría de la cueva oscura y se quedó dormido.

Muchos años después, alguien que descubrió la cueva cuando estuvo perdido en la montaña, encontró unos restos grotescos y unos harapos que nadie conocía. Y cuenta una leyenda que desde entonces, cada vez que hay tormenta aparece una criatura corpulenta que atraviesa el lugar como una sombra, que mira a los niños y se aleja balbuceando unas palabras que no entiende nadie.

Algunos creen reconocer la palabra "amor", pero ninguno está seguro de qué quiere decir, porque hace tanto tiempo que nadie utiliza esa palabra...



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miércoles, 27 de junio de 2012

DOS PASOS POR DOS

Dos pasos por dos, multiplicados. Como dos pajarillos menudos y confiados, una al lado de la otra, despacito, con cuidado.

Desde lejos se sabe que es María quien arrastra los pies y Marta quien da la zancada más larga y decidida. Pero contiene el paso para ajustarlo al de María, porque si no lo hiciera así no podrían ir agarradas por el brazo.

María se ayuda de un bastón y sujeta con fuerza el brazo de Marta como si el temor de caerse se redujese a través de aquel contacto. Marta le ofrece confianza porque es más fuerte y puede con las dos, y marcha más segura y sin bastón y tiene mejor vista y habla con más resolución y firmeza.

María es tímida y apocada, pero también es simpática, alegre y en ocasiones, incluso divertida. Pero para llegar a esos extremos primero tiene que haber cogido confianza.

Son vecinas, solteras, sin familia alguna desde hace tiempo, viven una para la otra desde que se vieron un día como si se hubiesen desconocido hasta aquél momento. Y sin embargo habían ido juntas al colegio, y tenido las mismas maestras severas y estiradas, compartido las mismas amistades, sufrido las mismas penalidades, vivido la misma guerra, enterrado a los mismos camaradas y habían asistido a las bodas de las mismas amigas que se habían desposado con los mutuos amigos de siempre. Todos amistosamente muertos desde un pasado escalonado e incierto.

Solo ellas dos se habían quedado solas.

Y un día casi sin darse cuenta habían hecho la mudanza de la casa de una a la casa de otra. Se dieron cuenta de que tenían los mismos sentimientos, que practicaban las mismas herejías, que tenían las mismas ilusiones. Se miraban una a la otra confundidas, porque no sabían de qué se trataba aquello que sentían. Desconfiaban.

Pero a pesar de eso fueron acumulando miradas y sonrisas, intenciones, medias palabras, algún roce más o menos fortuito o inocente. Y cuando se dieron cuenta estaban instaladas en el corazón de la otra, en la casa de la otra, respirando el aire de la otra, comiendo en la mesa, durmiendo en la cama, soñando en el jardín tras la dama de noche perfumada de esencias. Y le dieron la espalda a los que hablaban.

Tapiaron sus oídos, sonrieron ante la burla descarada y aprendieron a dar sin recibir a cambio. Poco a poco los vecinos se fueron acostumbrado y verlas a las dos cogidas del brazo paseando por la plaza, yendo a misa, asistiendo a las fiestas del pueblo, bailando juntas cogiéndose las manos, como hacían todos los demás, sin diferencias, como otras muchas mujeres que bailaban solas por aquellos años, los pasodobles que la orquesta tocaba en la plaza durante las verbenas de todos los veranos.

martes, 26 de junio de 2012

LEÉME MIS DERECHOS

Aquí tienes mis manos detenidas, mi actitud de culpable, mi mirada que huye confundida burlándote los ojos, ausente de la risa y las caricias. Encarcélame en tu pecho porque soy culpable y no me dejes nunca vivir fuera. 

Léeme mis derechos, espósame a tu vida, silénciame en tus manos, átame a tu rutina y llévame a tu lado como a tu sombra, cosida a tu cintura, pegada a tus espaldas.

Si supieras de espacios silenciosos como yo sé de silencios, entenderías mis ganas de hacer ruido soplándote al oído la voz con la que sigo persiguiendo los ecos y reirías conmigo por estar haciendo estas niñadas.

Aquí tienes mi flor, los pétalos abiertos llamando al juego y la ilusión de deshojarla, inquieta en la aventura del misterio final, del qué será por fin cuando tan solo un pétalo decida mi futuro.

Aquí tienes mi sed para que bebas, mis dudas que confunden tus certezas, mi miedo, que desata tu alegría. Aquí lo tienes todo, pero te vas allá, donde no tienes nada y escarbas en la tierra y buscas mariposas y nadas en la arena.

No te vayas allá, al menos no te vayas. Quédate cerca porque pronto vendrán los insaciables libadores de esencias y dejaran mis flores vacías de perfumes y misterio.



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lunes, 25 de junio de 2012

EL SUEÑO DE LAS 7.30

Un sueño es algo más que una simple confusión onírica.

Cuando me despertaba esta mañana soñaba algo tan irreal como imposible. ¿Una cosa puede ser irreal y al mismo tiempo posible? ¿Es irreal para un humano y posible para la naturaleza? Un arco iris, una aurora boreal, son cosas que parecen irreales, lo son desde el punto de vista de nuestra simple capacidad de observación, pero son posibles para la naturaleza que los realiza. Del mismo modo algo puede ser posible e irreal. Posible para el sueño; irreal para quien lo sueña. P

ues algo así sucedía en el sueño que tenía al despertar. Era tan sorprendente y al mismo tiempo parecía tan real, que estuve durante horas muy irritada y visiblemente furiosa.

Había mucha gente en una habitación, al parecer se trataba de un velatorio -velorio que dicen por ahí-, y todos estaban sentados en sillas o sofás y tenían caras entristecidas, guardaban un gesto compungido, por lo que deduzco que el muerto debía ser querido. O era solo un paripé propio de los velatorios, y el muerto debía ser un vecino, ya que a todos los presentes nos unía el mismo vínculo de orden vecinal, y no creo que todos tuviésemos que sufrir el mismo dolor por el difunto. Presumiblemente fingíamos la tristeza.

No sé quién era el muerto, ni siquiera sé que hubiese un muerto, aunque lo sospechara. En un momento determinado mi marido se incorpora muy decidido de su asiento y toma en brazos a una señora sujetándola por debajo de los muslos y por encima de la cintura con la resolución digna de un príncipe y la soltura de una pluma. Debo decir que mi marido es obeso, apenas puede moverse con dificultad y el simple hecho de levantarse del sofá debería haber sido un ejercicio casi imposible; y la señora debía pesar al menos noventa kilos de grasa mas tres o cuatro de joyas colgadas y adheridas a sus manos.

Pero a pesar de ello lleva a la vecina en brazos con absoluta facilidad, abre el picaporte de una puerta que está cerrada ayudándose de la mano que está bajo los muslos de la mujer, entran en la habitación y cierra la puerta de una patada.

Después del primer momento de estupor salgo de él y abro la puerta por la que han desaparecido, y ya mi marido está sobre la señora, como si se dispusiera a hacer una tabla de abdominales, y ella muy tiesa tendida en la cama, muy formal y complaciente, ni se inmuta cuando me ve entrar. Mi marido me mira sin demostrar sorpresa, con absoluta indiferencia, y mientras comienza a desmontarse de la señora tiesa y gorda, va diciendo como si hablara con la pared, -

-Nada, aquí a echar un polvete a la señora Teresa.

Justo en ese momento me despierto. No salgo de mi confusión. Es todo tan real, parece tan verdadero y al mismo tiempo tan absurdo, tan fuera de la racionalidad, tan desquiciante, que termino riendo pero aún sin terminar de convencerme de que todo sea un sueño. Pongo la radio como hago cada mañana y está hablando Rajoy, contestando a las preguntas de unos periodistas que le atacan ordenadamente. Me figuro que aun no es presidente pero está a punto de serlo. Meneo la cabeza resignada. Salgo de la habitación. Mi marido sigue dormido ajeno a todas mis cábalas.

Ha pasado un día entero durante el cual he escuchado varias veces los mismos cortes con la entrevista al político y esto me ayudaba a recordar lo soñado, y no sé qué me extrañaba más o qué me daba más risa o qué me parecía más estúpido e increíble. Al final opté por contar lo que he soñado antes de que todo cayera en el olvido.

Para no olvidar nunca que tanto mi marido como el señor Rajoy son dos tunantes mentirosos que solo saben jugar a base de faroles mientras echan balones fuera del área. Ni Rajoy hará todo lo que dice ni mi marido será capaz de tener la más leve intención de hacer lo que hacía en el sueño. ¡Si lo sabré yo!

Escrito queda. Lo escrito permanece, y si se cuelga en internet no hay escapatoria para el sueño. Ni para las realidades.




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domingo, 24 de junio de 2012

LA VIDA DE MARÍA

La vida de María


Acabo de cumplir sesenta años y tengo la impresión de que nadie me echaría de menos si desapareciera. Llevo varios días pensando en eso.

Lo cierto es que nunca les he dado oportunidad de demostrarlo porque he sido yo quien siempre ha estado pendiente de ellos, acudiendo antes de ser llamada a atender sus necesidades, a tenerles la comida en la mesa, la ropa dispuesta y la casa limpia. ¿Pero qué pasaría si de pronto yo desapareciera? ¿Si de la noche a la mañana dejaran de tenerme ahí como un elemento más del mobiliario, como un instrumento de la cocina, como el perchero o las pinzas de colgar la ropa? Algo inservible a primera vista, de lo que puedes prescindir cuando no lo utilizas, pero esencial si no tienes con qué reemplazarlo.

Si, es cierto que siempre he sido yo quien ha estado ahí, esperando, y que antes de que me pidieran algo ya estaba hecho, la pregunta contestada, el médico avisado, el botón cosido y los ahorros dispuestos para la urgencia del primero que los necesitara. No han tenido que pedirme porque yo me he adelantado a sus necesidades y a sus caprichos, a sus cambios de humor y a sus cambios de novia, anticipándome a los fracasos para que dolieran menos y celebrando los triunfos antes de que la ilusión de las buenas notas fueran una realidad tangible y merecida. Nunca le di importancia a estas pequeñas cosas, es cierto, porque para mí era parte de mi trabajo, por mi condición de madre, de esposa y por supuesto y antes de nada, de mujer, lo que al parecer lleva emparejada toda una larga retahíla de motivaciones, prestaciones, deberes y obligaciones que cumplir como base principal del buen funcionamiento de la casa y la familia.

Era parte de la educación recibida y nunca ascendí de la categoría primaria. Pero me ha dado por pensar en eso, y me he sentido mal porque he comenzado a visualizar la respuesta.

Hace unos días me senté en la cama de una de las habitaciones a la que ya hace tiempo le falta el inquilino. Mi hijo mayor, que se casó y se marchó, dejando aquí sus treinta primeros años bien guardados, ordenados, limpios y recogidos. Tal cual los conservo. Era la hora del almuerzo, justo cuando empezarían a llegar por orden, primero Francisco, mi marido, y después los dos universitarios, último curso de carrera, Magisterio al fin, después haber iniciado otras dos anteriormente.

Francisco entra y grita “¡María!” y en aquel momento se me ocurrió guardar silencio, no responder. Lo oigo caminar al cuarto de baño, después retrocede y llega a la cocina, destapa la olla, y estoy casi segura que pincha algo, por esos momentos de silencio que se dejan flotando en los que ni una pisada ni un roce se percibe en el ambiente de la casa. Es como si continuase sola. Oigo que abre el cajón de los cubiertos y saca los suyos, es audible y reconocible cada ruido. Identifico todos los movimientos y hasta sus intenciones sin hacer el menor esfuerzo. Se va a servir la comida sin esperar a nadie, sin averiguar dónde estoy, sin ni siquiera comprobar si mis llaves estan sobre el mueble como de costumbre. Si está la comida dispuesta, está todo cuánto necesita. Saca un mantel individual, coloca los cubiertos, abre el cajón del pan, se sirve su plato, y come. Oigo la cuchara repetitiva y nerviosa chocando contra la loza del plato, sacudiendo las gotas que se escapan del caldo de las lentejas. Así hasta que termina y yo comienzo a llorar.
Han pasado dos semanas desde aquél experimento fortuito y doloroso, ¡porque fue doloroso, qué duda cabe! Y nadie supo donde estuve metida aquéllas dos horas largas que duró mi encierro voluntario. Francisco se retiró a dormir su siesta y los chicos ni se molestaron en buscar a mamá pensando que estaría con papá en la habitación común. Al final me quedé dormida y nadie preguntó ni indagó aquélla circunstancia tan rara de no verme trajinando en la cocina o en la casa a la hora del almuerzo.

Normalmente no me veían, esa era la lección que desprendía el momento.
Hoy, además de retirarme a la habitación de mi hijo ausente, donde sé que nadie me va a buscar, he dejado la cocina limpia y vacía, sin restos de comida por ninguna parte. Ni en la nevera ni en el microondas ni guardada en el congelador ni escondida en el cajón de los cubiertos ni en el del pan ni disimulada en el cajón de las verduras. Simplemente no he dejado comida, no hay comida hecha. Ni caliente ni fría, ni cocinada ni precocinada, ni a medio hacer ni quemada. No hay comida.

Ha llegado Francisco y ha gritado “¡María!”, y se ha dirigido al cuarto de baño de donde viene el ruido del agua mientras se frota las manos con urgencia. Eso sí, es limpio como los choros del oro. Retrocede a la cocina y se detiene ante la hornilla de gas, limpia, que yo también lo soy. Me imagino que mira a todos lados, extrañado y curioso; se está haciendo preguntas pero no sabe qué contestarse.

Y vuelve a gritar “¡María!”, caminando pasillo adelante; oigo sus zancadas y advierto su precipitación. Abre una puerta y luego otra, las va dejando abiertas, “menos mal” –pienso- “al menos no está dando portazos”, hasta que llega a abrir la puerta de la habitación en la que me encuentro, hecha un manojo de nervios y expectante.

Cuando nos vemos, veo que tiene la cara roja, imagino que de ira o de preocupación, no sé de qué, mejor no imagino nada. No sé qué es lo que él ve en la mía, pero yo sé que un pavor desconocido me domina y me paraliza. En mi casa nunca ha habido un mal trato ni se ha escuchado una voz más alta que otra, porque nadie ha dado motivos, tal vez. Tal vez esta sea una buena ocasión para sentar un precedente.

-María…¿Se puede saber qué coño estás haciendo?…-El rojo de su rostro era de ira, ya lo veo, es posible que antes lo dudara pero ahora está claro. -¿dónde está la comida? ¿Cómo es que no hay comida hecha? -

Aquello era todo cuanto le interesaba saber.

-Francisco… -comencé a decir titubeando.

-Ni Francisco ni leches, ¿se puede saber qué es lo que te pasa? ¿Cómo se te ocurre no tener comida? Cuando vengan tus hijos…

-Quería saber si…

-¡Calla!, ¡Calla y vete a la cocina!... fríe huevos, patatas, lo que sea…

Me puse el delantal y comencé a pelar patatas bebiéndome las lágrimas. Aquél día almorzamos a las cinco de la tarde y la armonía siguió reinando en nuestra casa.

No sé qué pasaría si por casualidad me muriera mañana… O si alguien en mi lugar muriera de forma inesperada…


o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o

domingo, 26 de febrero de 2012

PRIMERO LA OBLIGACIÓN

Cuando me siento ante el ordenador, acomodo mi postura al teclado y observo que todo esté como debe estar: la altura de la silla, la distancia de la pantalla, la cercanía de la taza de café. Los dedos, ágiles aun, y la mente limpia, despejada, demasiado clara, creo yo, demasiado vacía para no saber con qué llenarla.

   Abro Word y aparece el espacio en blanco que ocupa tres cuartas partes de la pantalla azul inmaculada. Cruzo los dedos y miro hipnotizada la luz que despide el color refulgente en la tenue oscuridad de la sala. Y me pregunto entonces qué hago yo aquí, por qué no estoy preparando la cocina, haciendo las camas, pensando en qué hacer de comer al mediodía.

   Sé que tengo obligaciones sagradas. Las funciones de ama de casa son algo muy serio, no pueden discutirse ni dejarse para después y mucho menos olvidarse en el tablón de anuncios colgado en la cocina, en el que cada día aparece el nombre de alguno de la casa encabezando la lista de las tareas. Pero ese nombre, al final, se queda reducido a uno. El mío.

   Mientras se desarrolla un incruento duelo entre obligaciones, deberes y necesidades, permanezco sentada a la espera de una señal que ilumine mi cerebro y me abra una vía de conciliación que aúne las distancias. La cocina, las camas, la comida, algún recado, contestar unas cartas. Contra un papel blanco, vacío, llenando una pantalla que me fascina, que me mantiene con la vista pegada al destello que irradia, a la ilusión que me incita, y los dedos dispuestos sobre el negro teclado, sobre una letra cualquiera, sobre un signo, a la esperar de garabatear el símbolo perfecto de mi estado. Pájaros, pájaros, pájaros, que diría mi marido.
   Al final, sucumbo. Siempre he de ser yo, decida lo que decida, quien se acobarde y tiemble y opte sin pensarlo. Así que decido sin plantearme siquiera cual es la postura adecuada. Lo demás puede esperar, pero el momento de escribir la primera palabra, la que rompa el fuego, la que inicie la partitura, es demasiado importante para que me coja haciendo un estofado cualquiera. O por el contrario, iniciar la tarea por la cocina, poner una lavadora, recoger el lavavajillas o hacer las camas y asunto liquidado. Y mientras, ir pensando.

   No sé si la mejor, pero tal vez la más adecuada decisión salomónica: Ratito para los deberes, ratito para la expansión de los deseos más íntimos. Además, no sé ni por qué dudo o me planteo estas cuestiones, si ya desde bien chica me lo enseñó mi madre con mucha contundencia mientras me hacia las trenzas sin sentir cómo me dolían los tirones que me daba del pelo:

“Primero la obligación y por último la devoción”. Lo sé desde pequeña.

viernes, 17 de febrero de 2012

CONFÍO...

Cuando salgo por las mañanas a trabajar aun no han puesto las calles, no funciona la vida, no circulan los autobuses, no huele el pan recién hecho en las tahonas. Solo algún claxon histérico de coche de policía frecuenta el barrio a deshora. Choco mi vaho contra el de otro transeúnte aterido y contrahecho por el frío y es como un saludo solidario que nos damos dos desconocidos. Confío en que mis hijos se levanten con tiempo para ir al colegio. Confío en que no les pase nada por la calle. Confío en que no me despidan el viernes al terminar la jornada. Confío en no romperme un hueso, si resbalo con esta capa de hielo que cubre el suelo. Cuando vuelvo a mi casa están quitando las calles que conozco, apagando el día, encendiendo la noche. Confío en que todo continúe igual por la mañana.

martes, 14 de febrero de 2012

FIGURAS (En San Valentín)

Se apoyaba en el vano de la puerta y su figura parecía una columna de éter blanca, sin niveles y recortada en un punto estático del recuerdo.
    A veces pensaba que nunca fue real, pero siempre estuvo segura de que existió ciertamente, aunque tampoco se atrevería a decir que lo que ve ahora es un motivo producido por su imaginación. Es posible que todo fuese entonces vaivenes desfigurados de su mente que le ponía a sus ojos medio ciego, formas y líneas para completar lo que le faltaba a su vista.

    Otras veces creía verlo cuando solo era o parecía ser una bola de estopa que ha formado el viento reuniendo restos por los acantilados. Entonces se decía que en los acantilados no se producen estas formaciones de paja y jaras secas más propias del desierto, y le buscaba un nombre distinto por el que distinguirlo y nombrarlo en caso de que quisiera hacerlo.

    En verano lo convertía en mar cuando ella decidía ser una isla y dejaba que sus aguas la salpicaran suavemente. En otras estaciones, sin embargo, elegía con cuidado para entrar en el juego de las pertenencias, y nunca permitió que fuese un huracán, o lluvia pertinaz o viento dislocado. Si acaso un aguanieve que la fuera impregnando si al fin decidía no escapar y se quedaba a la orilla mirando el escaparate del mar, separada del toldo hasta calarse entera.

    Aquella figura humana siempre adoptaba formas diferentes, las que ella quisiera darle, y solían ser envolventes, amables, olorosas. Y fuese lo que fuese siempre era una figura humana. En sus percepciones más íntimas ella sabía que, disfrazase de lo que disfrazase al visitante en su imaginación, aunque fuese una cafetera o el remo para hacer avanzar la barca, o una nube con formas abstractas, aquello siempre era una figura humana. Una figura humana masculina, para ser más exacta.

    Cuando desapareció, supo que tendría que recordarlo muchas veces, casi continuamente. Y sabía que su recuerdo llevaría aparejado un sentimiento de dolor. Y sabía lo que era aquél dolor insufrible. De forma maquinal y casi inconsciente comenzó a procurarle una nueva identidad, pasaportes falsos, historias diversas, formas irrepetibles, lenguajes, acentos, olores, sensaciones que siempre le fueron desconocidas en él. Le procuró un tacto suave, unas formas amables y lo ungió de amor para que, de la forma que fuese, bajo cualquier apariencia, se lo fuese regalando cada vez que distraída o vocacionalmente, su mente lo dejaba al alcance de su vista para que ella lo fuese vistiendo de todo lo bueno que no le había dado nunca, y cubría con ello la soledad elegida y el recuerdo aceptado por su propia necesidad de recibir ternura.

domingo, 12 de febrero de 2012

UN JUEZ LLAMADO QUIJOTE

Si yo cometo un delito y me descubren, me meten presa, me hacen un juicio y me condenan. Aunque tenga abogados defensores y aunque el delito no sea grave. Depende de quién sea yo, qué categoría social tenga, qué relaciones aporte, que tipo de ropa use, qué bufete de abogados me represente.
      ¿Para qué nos engañamos diciendo que la justicia es igual para todos? No es verdad. La justicia tiene distintas capacidades y medidas; varas de medir, que se decía antes. Un delincuente común de baja estofa, un muerto de hambre que trafica merca para ir tirando y pagar su propio consumo, sufrirá una condena mayor, en comparación, que el traficante que negocia con toneladas de cocaína, si éste ha sabido buscarse el apoyo legal del que ha carecido el desgraciado que vende las menudencias.
    La justicia funciona así, no hay que darle más vueltas. Y no es una cosa nueva. Hace algunos años, un amigo tuvo problemas bastante serios con la justicia. Por alargar engañándose una gran crisis económica, dio talones sin fondo. El abogado defensor le dijo que podía sacarlo del apuro, que no iría a la cárcel o que la pena sería la mínima y con los atenuantes que presentaran no debía temer nada. Pero que vendiera lo que tuviera de valor si no tenía dinero, porque iba a necesitarlo para untar muchas togas.
   Actualmente, a nuestro alto, guapo y simpatiquísimo infante consorte, duque de algo para más señas, no se le va a grabar su declaración cuando vaya al juzgado a declarar por su imputación, porque “no todos los imputados son lo mismo”, según palabras que justifican esta medida, de un miembro del partido judicial en el gobierno. Si ya comenzamos estableciendo diferencias, podemos calcular lo que nos espera por ver todavía.
   Y esto es así. Las leyes parecen estar escritas en diferentes libros, con artículos que se desarrollan de distintas formas, con diversos planteamientos; los jueces parecen haber asistido a distintas escuelas para jueces, los condenados lo son en razón de su bolsillo. La justicia también se compra y se vende, como en tiempos de don Francisco de Quevedo.
  
   Lo que ha sucedido con la condena y el anterior procesamiento de Baltasar Garzón, ha estado motivado por las antipatías, los recelos y las envidias que el juez levanta. En el mundo de las leyes y los leguleyos hay muchas categorías, y enfrentamientos y celos, como en el mundo de la judicatura, de los fiscales. Como en el mundo del arte, de las vedettes y de los grandes y mediocres chupatintas. Los escritores se copian y se envilecen hablando mal del que ha vendido más libros que él o del que tiene más fama. Los jueces, por muy jueces y dueños de las leyes y sus interpretaciones que éstos sean, algunos de ellos, claro está, no dejan de ser personas cargadas de miserias y vicios y defectos humanos.
   Esto es así, de siempre, no hay que darle más vueltas. Lo sabemos todos. Lo que nos ha pasado ahora es que la figura del Juez Garzón nos ha llegado muy adentro a los que no somos rapaces compañeros de despacho ni ostentamos el título de juez. Lo que nos ha pasado a los que defendemos al Juez Garzón es que hemos visto en él a la figura valiente capaz de enfrentarse a instituciones y gobiernos, de desafiar la fuerza bruta del terrorismo, de ponerse al frente de las investigaciones para descubrir y castigar mafias corruptas protegidas por gobiernos constitucionales. Nos ha pasado que levantó la tierra para buscar los cadáveres de nuestros muertos, asesinados por el régimen de Franco, aquel dictador que sigue intocable y vivo después de que ni uno solo de sus huesos quede entero para el recuerdo.       

    Yo sé que si este Juez, estando de guardia, le toca llevar mi caso por haberme llevado un abrigo sin pagar de unos grandes almacenes, me juzgará, me impondrá un castigo aunque yo lo mire con cara de no haber roto un plato y lo odie por no tenerme compasión. Lo sé, pero no es eso lo que estamos acusando. Si el juez no tendría compasión de mí, ¿por qué he de tenerla yo de él? Pues sencillamente porque el juez está haciendo su trabajo y utiliza las armas que tiene para infligir un castigo sobre quien comete un delito.

    Bajo este punto de vista habrá que entender que los Jueces juzgan al Juez y lo condenan porque ha cometido un delito tipificado en el código civil como falta muy grave. Pues no, imposible admitir esto. Se le condena porque se le tiene preparada la tumba profesional, porque se la tienen sentenciada. Quienes le han envidiado y criticado por su osadía, por su relevancia, por su valentía. A nadie se le olvida que Garzón hizo lo que no hizo ni se le ocurrió a hacer a nadie, y fue detener a todo un dictador criminal y golpista a la primera ocasión que sacó la nariz fuera de su país. Que ha estado al frente de todas o la gran mayoría de las investigaciones por terrorismo, por tráfico y corrupción de este país; que mientras el nombre de ninguno de sus colegas ha sonado nunca, el suyo traspasaba las fronteras y generalmente lo hacía en alas del elogio y la felicitación de otros colegas o colectivos europeos y de Estados Unidos y países sudamericanos.       
    Y resulta que un grupo denominado así mismo “sindicato”, obtiene la ayuda necesaria por parte de otro juez para dar forma y contenido a la denuncia. Y a pesar del hecho contraproducente e inaudito, que por sí solo ya habría invalidado dicha petición de denuncia, en este caso es aceptada y llevada a trámite, desarrollada hasta sus últimas consecuencias. Y es así como todas las envidias se fortalecen aunándose. Y cómo hurgando y espulgando e insistiendo y desmenuzando cada letra de las que tan bien conocen los señores letrados, se llega a la conclusión de que el Juez Garzón ha prevaricado.        
   
    Algo tenía que hacer mal el Sr. Garzón. Actuar sólo con la vigilancia de los fiscales, ayudado y apoyado en ellos, conocedores de las intenciones y sabedores de lo que hacían. ¿También prevaricadores? Al parecer esa falta –si lo es-, no les concierne a ellos.        

    Y a partir de ahí el camino está allanado para continuar haciendo mella sobre el nombre y la persona del Juez Garzón. Los mediocres unidos jamás serán vencidos. El Juez deja de serlo, mientras por la desolada llanura de un país llamado España, cabalga pobre y aterido, subido a un viejo jamelgo desnutrido al que le salen huesos hasta por las crines, la figura de un viejo acabado y vencido al que todos han dado en llamar Don Quijote.