blues y blog

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sábado, 24 de diciembre de 2011

Aquellas navidades de los cincuenta. Hace mucho tiempo, mucho, mucho, peroquemuchotiempo atrás, existían unas fechas que coincidían con las festividades de las fiestas más entrañables y queridas por todos. Estas eran las fiestas de la navidad, cuando terminaba el año, cuando se estrenaba el nuevo. Antes se le daba mucha importancia a eso de estrenar y de dejar de utilizar algo. Las cosas nos duraban muchotiempo, muchomucho, peroquemuchotiempo. Y dejar un año atrás era como dejar atrás un abrigo viejo o unos zapatos que se han quedado sin suelas. Lo que pasaba era que los abrigos y los zapatos nos duraban muchomuchoperoquemuchotiempo más que un año que se acaba cuando termina el último día del calendario. Pero también los calendarios antes eran infinitos. Yo me acuerdo de que en casa había uno que se utilizaba siempre, y tenía pegado un fraile con hábito y como una corona de calva sobre la cabeza, y un punzón, con el que señalaba las temperaturas. Ese almanaque con el fraile y su bastón nos duraba la tira de años, de tiempoytiempoytiempo. No sé si es que los años duraban más, si los días eran más largos, si el tiempo se nos hacía más pequeño y nosotros éramos tan grandes que no alcanzábamos nunca a ver su final. No sé qué será, pero ni los tiempos son los mismos, ni nosotros somos los mismos, ni las navidades son las mismas, ni la forma de celebrar las fiestas son aquellas entrañables y queridas y recordadas fechas de diciembre, antes de que terminara el año. Tampoco las temperaturas son las mismas. Antes nos podíamos deslizar por las mañanas por una pista helada con un fondo de hierba verde que no se descomponía hasta que el sol apretaba fuerte después del mediodía. Hoy, creo que no hay ningún niño que haya podido hacerlo desde hace años. Entre otras cosas porque la hierba que crecía a las puertas de nuestras casas fue suplida por una buen capa de hormigón en forma de caminos-carretera para que puedan circular los coches.
En la Noche Buena permanecíamos en casa y cenábamos algo especial. Aunque todo estuviese como de costumbre, había un ambiente distinto. La botella de anís y la de vino dulce, los roscos, los pestiños y las rosas de miel adornaban una mesa enriquecida con el mantel de las grandes celebraciones. Mantel de hilo crudo con bordados y encajes y blondas. Por si acaso llegaba algún vecino, que siempre llegaba, con su cuadrilla de hijos detrás, zambombas, panderetas, laúdes o cualquier otro tipo de instrumento, cantando villancicos y llevándose tras ellos a los aburridos. Al cabo de un rato el grupo de cuatro o cinco se había multiplicado por cien que despertaban a toda la calle, a todo el pueblo, y terminaban recogiéndose casi de madrugada. Los más pequeños tiritábamos de frío, pero cantábamos y parecíamos felices porque entre otras cosas los cambios nos hacían diferentes y como aquella noche ya no volvería a haber otra en mucho tiempo. Repetíamos el soniquete del villancico mientras llamábamos a la puerta que no se abría. Y cuando no salía nadie hacíamos repicar las latas vacías y los cubos que llevábamos atados con cuerdas para estas ocasiones. Estos utensilios los llevábamos siempre arrastrando por el suelo y no dejaban de hacer ruido, pero en ocasiones en que no nos abrían las puertas, hacíamos que el estruendo fuese insufrible. Pero en las casas y en las familias había un recogimiento especial. No existía el afán de compras ni de hacer regalos que hay hoy. La austeridad solo se vía destronada por la apariencia frontal de las bandejas con los pasteles caseros y el extraordinario presente del anís y del vino de pasas. Algo que a nosotros, los pequeños, no nos tocaba nunca. Pero en su lugar nos poníamos malos de roscos y pestiños. Ya nada es igual, ni en el pueblo ni fuera de él. Ni el paisaje ni las costumbres ni los vecinos. Aquél espíritu de la navidad de los sesenta ha quedado tan atrás, tan lejano, que casi parece inventado, sacado de las litografías de un cuento de otro siglo. De otro siglo, si, pero de otro siglo anterior al que ha pasado. El olor de la leña en la chimenea, el café calentándose en el jarrillo de lata, las sardinas arenques dorándose en las ascuas, las migas, el chocolate caliente, las estrellas dibujándose entre el humo y la neblina, la escarcha cayendo, la noche preparándose para ser la buena, la nueva, la otra, la diferente. Esto pasaba antes, hace muchomochomuchoperoquemuchotiempo atrás.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Sin darme cuenta confeccioné el altar donde purificarme para dormir mientras moría la tarde. (Quizás fuese al revés, no lo recuerdo) Espumas, sales, agua templada, dos velas perfumadas, toallas de rizo inglés, colores matizados, tacto suave, blues en la sala, luz tamizada, un lejano rencor ahogándose en una copa alta servida sin usura de un vino como sangre, un delicado ambiente entre dulce y tristón… Cigarrillos…no, definitivamente cigarrillos no. Provocan cáncer. No había reconocido ese momento pero podría ser aquel... Sería tan fácil…

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Yo Solo Pido Un Sueño


Paseando por la ciudad, al atardecer de un invierno que se prepara acelerando el frío, entre abrigos de pieles y prisas y coches y cajas de regalos; entre alucinaciones de colores, estrellas rutilantes a tres metros del suelo y un intenso olor a castañas asadas; entre el vaho que despiden las bocas ateridas y el calor satisfecho de los guantes de lana, y el atrevimiento del hombre que se juega la vida sobre un cajón ganándose migajas de aliento interpretando a un “Mimo” disfrazado de árbol plantado en la avenida; entre satisfacción y prisa, entre empleados que corren para meterse en el bar a tomar algo caliente y compradores que miran ávidos o indiferentes los escaparates; entre unos y otros, entre bulla y despilfarro, entre indiferencia y sorpresa, entre miradas asombradas de niños y satisfecha de los abuelos que los toman de la mano; entre todos ellos estaba él tendido en el suelo sobre un metro cuadrado de cartones viejos, arropado con unas mantas andrajosas, sucio, con una barba crecida y desgreñada entre gris y amarilla, con los mocos congelados entre la nariz y el labio, con la mirada desatenta y perdida como un animalillo abandonado. Nos miraba a todos como si quisiera reconocernos. Y nos olvidaba enseguida. Por si había alguna duda de lo que era, de qué quería, explicaba mediante la leyenda escrita con tinta chorreante sobre un viejo cartón: “No me den limosna. Yo solo pido un sueño”. De buena gana me hubiese quedado junto a él, porque tal vez cualquiera, desprendido de materialismos, egoísmos y con la cartera llena, se hubiese ofrecido a darnos su sueño. Y me hubiese encantado saber cual era.