blues y blog

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sábado, 21 de enero de 2012

LA TRENZA

A tópicos con la edad, a vueltas con la manía de las ocurrencias del recuerdo, y como siempre, algún acto de la infancia aflora a la mente y se pone sin ruido sobre la mesa.

Poca reflexión sobre lo que voy a decir, solo que el recuerdo se coló como un intruso y la boca no fue capaz de devorarlo como hacen algunos animales con su alimento, antes de hacer que vuelvan al lugar de donde vienen. Puse sobre la mesa el recuerdo de la trenza negra, grande, espesa, debidamente trenzada y sujeta por ambos lados con delicados lazos de raso negro. Cuarenta centímetros de trenza que recogía más de un metro de pelo largo que había estado criando y engordando durante catorce años.

Contundente el golpe de la trenza sobre la mesa. Contundente el recuerdo del canje. Trenza por encajes, tiras bordadas, pasamanería. Las manos ávidas de la gitana recogiendo su tesoro y las de mi madre poseídas de una fiebre especial, eligiendo modelos, cantidad, colores…
Contundente el recuerdo del brillo de sus ojos, del gesto avaricioso de sus manos que lo abarcaban todo. Contundente el recuerdo de mi ira, mi llanto y mi protesta sin solución de enmienda. Yo quería cortarme el pelo, claro está, cortarme las trenzas. Era incómodo de peinar, doloroso a veces, el lavado se hacía con dificultad y sin medios.

Recuerdo un enorme barreño de cinc y cántaras de agua caliente o templada o simplemente fría que dejaban el cuerpo entumecido. Yo quería cortarme las trenzas, sí, ser una chica ye-ye de las de mi época, tener el pelo corto, movible, manejable y dócil. Yo quería mi trenza en el armario para cuando yo quisiera mirarla, y ahora se lo estaba llevando una gitana. ¿Para qué quería mi trenza una gitana?

Contundente la bofetada ¡Plaf! Que sonó en mi mejilla derecha y me la dejó colorada por varios días.

Contundente y lastimoso mi silencio, mi única posibilidad de protesta. Mi sensación de fracaso fue decreciendo al mismo tiempo que crecía el pelo, pero no podía evitar la angustia al pensar en qué estaría siendo utilizado mi pelo, mi enorme trenza negra. Después, con el tiempo, terminé admitiendo que había sido una donante generosa para un trasplante, pero por entonces yo desconocía muchos términos que con el tiempo formaron parte de nuestro vocabulario más usual.

Creo que aquella fue mi primera batalla perdida. Pero cambiar de peinado en contra de una voluntad más fuerte que la mía y con más derechos adquiridos, admitir que hay actitudes que siempre superaran mis deseos, mis ansias, no me enseñó a rendirme. Aunque a estas alturas creo que todas mis revoluciones fueron en vano.

martes, 17 de enero de 2012

LINARES DE LA SIERRA - AL LADO DE CUALQUIER TIEMPO

No hay que irse muy lejos para volver al pasado. O al menos para quedarse a vivir durante un tiempo en un lugar que contiene la historia del pasado más cercano y auténtico. Legitimado por la cal y la sierra, por la edad de sus casas, por la arruga vertical de su rostro, por la figura arcaica del labrador que no conoce más que esa tierra que pisa y ese cielo que mira y se rasca la espalda en los picos de la montaña porque la edad no le alcanza a llegar con los brazos a la cima.
   Esta mañana mi hijo me invitó a ir con él a Linares de la Sierra. Allí tiene un amigo lutier y quiere llevarle un par de guitarras para que se las ponga a punto.
   ¿Linares de la Sierra? ¿Dónde está eso? Aquí al lado.
   Te vas camino de Aracena, vas viendo cómo cambia el paisaje, la vegetación, el aire. El cielo limpio, el color intenso, el verde sin escamotearle ningún tono a la paleta. Y llegas a Aracena y tuerces a la izquierda, y bajas por una carretera en la que apenas caben dos coches si se cruzan. A izquierda y derecha no dejarás de ver encinas y pequeños rebaños indiferentes y felices, lejos de todos; más tarde pinos cuajados de piñas alargadas y verdes. Unas cuantas piñas de aquella en una hermosa chimenea arden como la yesca y junto al humo que echan despiden un olor que te tumba de placer y de espalda. Ya de paso le pones sobre las ascuas una rebanada de pan del que se cuece por aquí y te la comes con un abundante chorreón de aceite de Oliva. Bien, sigamos a lo que vinimos.
Y llegamos a Linares de la Sierra y el amigo lutier de mi hijo nos está esperando a la entrada de la primera cuesta. Yo no sé qué me esperaba, pero es un chico joven que un buen día decidió instalar allí su taller de reparaciones y construcción de guitarras, y desde entonces vive allí con su mujer y su hijo en medio de un ambiente que no puede ser más exquisito.
   A Linares se llega por las piedras, por el rumor del agua, por el principio olfativo de los pinos y el humo que sale de cada chimenea.
   Las calles son una sucesión de recovecos estrechos que se pierden en varias direcciones hasta que te sientes desorientada y perdida. Las casas blancas a rabiar, encaladas a conciencia, de una o dos alturas, de muros espesos, de miradas estáticas y de viejos que se saben portadores de la ciencia del silencio y de la sanidad de las palabras.
   Hay censados unos trescientos habitantes de los que solo vimos a unos cuantos. Hay varios bares y tabernas, un colegio, un centro de reunión, una asociación cultural, una farmacia. “La farmacia es el peor negocio que hay en este pueblo”, nos dice Víctor. “Nadie enferma, los viejos se mueren de viejos”. Hay un restaurante de la guía Michelin y un núcleo de apartamentos de lujo que guarda para el exterior la misma estética rústica y arcaica cargada de historia y de pasado que el resto de las casas. Lo que no dejó de sorprenderme.
   Y hay agua, mucha agua, fuentes milenarias que siguen ejerciendo los mismos usos para las que fueron creadas. Dar de beber a las bestias, abastecer las necesidades del vecino y lavadora manual para la ropa, que se sigue utilizando. Esto sí que me sorprendió. Lo que no esperaba era llegar a verlo con mis propios ojos. Una mujer con su cubo y un ato de ropa se acercó y lavó, a la vieja manera en que las mujeres lavaban la ropa en los riachuelos. El agua estaba templada. “Como no deja de correr, -explicó la mujer-, no se queda helada.”
En Agosto hay una semana cultural en la que se celebran recitales de poesía y música antigua. Ya les he pedido que me inviten. Linares de la sierra es el ejemplo más palpable y claro de que no es necesario irse muy lejos para sentirse transportada a un país de cuento, a un lugar no imaginario que solo se conoce si se leen las páginas que cuentan crónicas de una historia muy, muy lejana. Pero tan cercana también…

En Linares de la Sierra, al lado de cualquier tiempo.

lunes, 16 de enero de 2012

EL HOMBRE DEL PARQUE

El pequeño parque infantil de la urbanización está siempre vacío. Cerrado para el público en general por una alambrada alta, y una puerta lateral cerrada con cerrojos y un fuerte candado atado a un metro de cadena gruesa que mantiene siempre el lugar protegido de injerencias extrañas. No es necesario prohibir la entrada al recinto a los extraños, porque los propietarios de los chalets adosados tienen su propia entrada independiente desde el interior de la urbanización.
   Allí es donde encuentro la inspiración. Hay dos columpios permanentemente quietos, dos toboganes de diferentes tamaños por los que no se resbala nadie, de láminas brillantes, como si nunca acabaran de ser estrenados. Dos patitos que se mueven atrás y adelante–supongo- balanceándose cuando el niño suba, y otros elementos destinados a gente mayor, como bicicletas estáticas y aparatos de estiramientos y ruedas giratorias, para quienes hipotéticamente acompañen a los pequeños.
   Desde el exterior, un grupo de niños agarrados a las mallas metálicas observa el parque vacío con sus columpios quietos invitándoles silenciosos a subir. Como si hubiesen recibido una orden, todos a una, trepan escalando con agilidad las vallas y pasan al interior. Ninguno queda fuera.
   Observándoles resulta sorprendente la facilidad con que los chicos han hecho caso omiso al impedimento, aunque ninguna otra señal les prohíbe acceder al interior. Les envidio de todo corazón sentado en un banco apoyando los brazos en la torpe libertad de mis muletas. Últimamente agradezco que lleguen estos desharrapados a inundar el parque con sus prisas. Así entretengo mi tiempo desocupado.
   A medida que van tomando posesión de los cacharros, sus cuerpos empequeñecen con lentitud de forma que solo lo perciben cuando al hacer el intento de escalar los peldaños para subir al tobogán, sus piernas no alcanzan a dar el paso ágil de las veces anteriores. Los más pequeños desaparecen antes. Hasta que uno tras otro, los seis, son como virutas y al fin se pierden de mi vista.
   Ya son tan pequeños que quedan mezclados entre la gravilla suelta que se acumula junto a las patas de los juguetes metidos en la tierra, cuando yo me levanto del banco y me voy apoyándome en mis bastones y arrastrando lentamente mis piernas ortopédicas.

domingo, 15 de enero de 2012

COMO DICE EL REFRÁN QUE HACEN LAS PUTAS.

Cada día, después de la ducha y el afeitado, de colocarse bien su traje, su corbata, despedir a los niños, tomarse un café negro a sorbos acelerados y antes de salir corriendo junto a su cartera de cuero marrón, como cada día, para su trabajo, él deja sobre la mesa tocador de la entrada el dinero que, a su entender, debo necesitar para este día.

Cada día, al recogerlo, siento que es el pago acordado con la puta por el trato recibido. La necesidad me hace cogerlo cada día mientras me muero de asco.

Y como cada día me aguanto el asco, me muerdo la lengua y me callo, como dice el refrán que hacen las putas.