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domingo, 22 de junio de 2014

PATERA


Por decisión individual dejamos de hablar de aquella foto en la que una barca enorme traslada, hacinados, un número que no sé calcular de seres humanos, apilados como fardos, amontonados, apretados unos contra otros, reclinados en los bordes, sin otro medio de protección que un único neumático de un coche, enganchado con una cuerda al filo de la gran patera que se desliza por un mar sereno y azulado.

    Algunos de sus ocupantes miran hacia arriba porque saben que desde allá en lo alto, desde algo que vuela como un pájaro por encima de ellos, los están fotografiando. Seguramente es una de las pateras que van desde las costas africanas hasta el sur de Italia, a alguna de sus islas, que desembarcan, si es que consiguen hacerlo sin sufrir el percance del naufragio antes de llegar hasta ella, en Lampedusa. No suelen llegar embarcaciones tan grandes y tan cargadas a las costas españolas.

    Quisiera saber qué sienten cuando ven pasar de largo ese gran pájaro con motor y saben que llegará pronto a algún lugar en el que sin duda alguien los estará esperando.

    Necesito saber que yo no soy culpable de nada de lo que les ocurre a sus pobres vidas, de sus miserias, de las guerras que los echan de sus pueblos, de sus hambres, de sus injustas leyes o gobiernos. Necesito saberlo y necesito así mismo perdonarme antes de morir en los inútiles brazos del resentimiento.
  
    Y quiero imaginármelos aun con esperanza, aun con agua potable y algunos alimentos, los suficientes para llegar a tierra administrando bien lo que les queda. Y que alguno lleva una armónica y la toca, y otro comienza a entonar una canción que cantan en su tribu, y el resto les hace coro, y se abrazan y lloran porque ven que la tierra está cerca. Y se reparten las mantas cuando aprieta el frío de las noches en mitad del océano negro, que oscila y deja ver el brillo de sus crestas hasta que oculta su destello en la marea y deja paso a otras.

    Sé que rezan mientras chocan sus dientes tiritando y que conservan la fe, que creen en sus dioses o en el dios que un día les llevamos los cristianos como si desterrar a los suyos les sirviese de alimento en el futuro. De alimento, de libertad, de dignidad y democracia.

    Quisiera saber que llegaran a tierra sanos en su mayoría, que les darán cobijo y alimento mientras las autoridades de la ciudad a la que llegan se pelean sin saber qué hacer con ellos, y piden ayuda extraordinaria en las altas esfera. Quiero saber que son tratados como seres humanos, analizados médicamente y alimentados, llevados a descansar, abrigados, entendidos, solucionados.

    No sé si necesito que sea así por ellos mismos o por aplacar mi propia conciencia. Pero si no fuese así y mañana nos enteramos de que la barca naufragó antes de llegar al puerto sin conseguir ser rescatados vivos en su mayoría, echaremos la rabia hacia fuera y clavaremos las uñas en las palmas de las instituciones, morderemos con fuerza las palabras para culpar a los gobiernos fratricidas y ejecutores de tantas muertes por la indecente exclusión del pobre pueblo llano, por la falta de humanidad y de honradez con que manejan sus administraciones.

    Y mientras tanto nosotros asistimos a la muerte, a la desesperación, a la fatiga de tantos y tantos millones de seres semejantes a nosotros mismos, semejantes a sus dioses, a sus gobernantes; desde nuestras confortables medianías, desde nuestros pequeños mundos atiborrados de sencillos vicios cotidianos, vemos lo que pasa sin saber cómo comenzar la siguiente partida de aquél juego suicida.

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