blues y blog

blues y blog
imagen

jueves, 2 de febrero de 2012

EN LA OFICINA DE EMPLEO

María va por primera vez a la oficina de empleo. Cuando llega su turno, pregunta el funcionario, indiferente, y comienza a rellenar su ficha.

Nombre: Mujer.

Edad:      La de todas las mujeres de la tierra, más o menos.

Profesión: Comodín de baraja, ministra sin cartera, médico sin instrumentos ni enfermera, abogada sin despacho y sin minuta, peona chapucera, aprendiz de mamá, señora de la casa, portera, fregona, secretaria, cocinera… y algunas cosas más que omito por modestia.

Raza:     Humana.

El funcionario, displicente, sonríe y explica, extrañamente divertido.

--Se da por hecho, mujer… Usted, por supuesto que es humana, occidental, europea. Sólo debe poner si es blanca o negra.

--Pues no sé qué decir… Dios mío, que dilema, porque verá, al levantarme soy blanca como la cera y después, según va pasando el tiempo voy cambiando de color, y a la hora de la cena soy negra, como el carbón. ¿Qué cree que debo poner ante tanta confusión?

--Se lo repito, señora, usted es blanca, de aquí, debe poner raza blanca y se acabó.

--Pues no lo tengo tan claro. Fíjese que mis padres me dijeron que vinieron de Marruecos, mi marido es musulmán aunque no profesa fe, y mi hijo es ultra sur

--¡Oh, déjese de historias ya –el funcionario deja la amabilidad para mejor ocasión- firme la solicitud y démela.

--Espere, espere, que aún me quedan por rellenar algunos datos. Aquí piden sexo, ¿ve? Por si acaso no coincide con mi nombre, y el número del carné, y la cartilla del paro… -

-Señora… firme la historia, selle la boca, haga un curso de cocina, déjeme en paz. Deme la solicitud, váyase ya… se lo ruego.

--Tenga el papel, rómpalo. Ya volveré si me entero que han cambiado el cuestionario, que hagan preguntas que yo pueda contestar. Que no me pregunten sexo, raza, condición… Yo vengo a pedir trabajo, nada más.

La señora se levanta y se va, la espalda cargada de dignidad. El funcionario se coloca bien las gafas, ordena unos papeles en la mesa, mueve la cabeza resignado y continúa con su retahíla.

--Siguiente…

martes, 31 de enero de 2012

SI YO FUESE HENRY


Una y otra vez la misma historia. Pliegos y pliegos echados al limbo de Microsoft, a semejanza de lo que tantas veces hemos visto en películas que nos narran la obstrucción mental del aspirante a escritor o guionista, sudando, envuelto en espirales de humo, depositado en mitad de un ambiente denso que llega a resultar asfixiante, inquietante, en el que ya se ven depositados los primeros compases de una novela negra.

    A un lado, al alcance de su mano, sobre la mesa, cerca del cenicero rebosante de colillas, una botella de Jack Daniel llena hasta la mitad, mantiene la tensión del personaje, que ya comienza a verla medio vacía.
    Si eliminamos el humo, la botella de whisky, el sombrero que antes olvidé, echado hacia atrás, dejando ver un graso mechón de pelo negro sobre la frente, la densa apariencia de la habitación, todo lo demás es mi triste historia de esta tarde, de la tarde de ayer, de un millón de días atrás, desde que no soy capaz de escribir una sola línea que mantenga la más mínima coherencia, dignidad o apariencia de algo claro y positivo.
    También cambiamos la máquina de escribir por el teclado del ordenador. La pantalla me muestra un papel blanco que se va llenando de líneas que hago desaparecer casi de inmediato. En la peli, el actor tiraba del papel hacia arriba y hacia un ovillo con él, lo tiraba a la papelera, y cuando se desesperaba y echaba mano a la botella, sus ojos tropezaban con la montaña de papel que se acumulaba alrededor del cesto de mimbre o de la caja de cartón que le servía para el caso.
    Yo pulso un botón y hago que las líneas desaparezcan. Lanzo mi mano derecha hacia una hipotética botella de whisky y alcanzo a pulsar la tecla del ventilador para ponerlo en marcha. Con el viento del aparato, la escasa pulpa de mis contextos se dispersan por la sala, vuelan como el papel de fumar ayudado por la ráfaga del aire. Pero la desesperación es la misma, la sensación de impotencia, la frustración, la debilidad es palpable frente a la contundencia del hecho.
    No soy capaz de escribir una sola línea. Ni siquiera una idea que pueda ser medianamente desarrollada. Ni una historia real mezclada con la suculenta y atractiva hipérbole con que se engordan las historias que ruedan por la calle. Ni una noticia del periódico a la que sería fácil extraer su metáfora, su jugo extraordinario. Desfigurar debidamente. Ni saber que un viejo y querido cantautor a muerto de forma equivocada porque los tiros iban destinados a otro.
    No quiero ser pesimista, pero de igual forma que los veranos secan la tierra, agrietan los terruños ásperos de la fantasía, la imaginación no halla cauces, el calor consigue crear una amalgama de extrañas sensaciones que anulan por completo cualquier iniciativa de creación. Es la pereza al fin y al cabo lo que me puede. Es la agobiante, aplastante sensación de saber que el sol está arriba hundiendo mi cerebro a martillazos. Y estar segura de que no puedo con él, que siempre me ganará, pues ya son muchos los veranos que llevamos manteniendo la misma e interminable pelea.
    Si yo fuese Henry, Jack o Peter, sacaría mi pistola ennegrecida y sucia por el humo del tabaco y dispararía sin piedad sobre la bombilla que cuelga del techo, de donde se difumina una luz medio muerta. Total, si ya está agonizando, para qué alargarle más la agonía al escritor. Tomaría lo que queda en la botella y echaría la cabeza sobre los brazos cruzados encima de la mesa. Me quedaría dormido y soñaría que la vida es bella y que todo me sonríe. Por la mañana, al despertar, todo sería diferente. Eso creo que pensé mientras echaba a la basura el último párrafo y hacía borrón sin cuenta nueva.

lunes, 30 de enero de 2012

DIECISIETE VECES DIECISIETE MIL

Bajo una bandera republicana, en el cementerio de Guillena, pueblo sevillano, se exhuman los cadáveres de diecisiete mujeres asesinadas por la represión franquista, en los primeros momentos de la guerra.

Como este son y han sido, serán todavía, cientos y cientos de lugares que quedan por descubrir, esqueletos, restos óseos, latifundios de historias dolorosas e incomprensibles, de muertes innecesarias, crueles, como si de un juego de esperpento infantil y sin consecuencias se tratara.

Nuestra guerra, la guerra de nuestros padres fue un genocidio, el crimen colectivo de gente que andaba por la casa, de amas de casa inocentes de toda sospecha, de hombres, mujeres y niños labradores del campo, obreros de la mina, hambrientos de paz, de pan, de patria.

Nuestra guerra, la guerra de nuestros padres, fue una guerra que carecía de banderas, de ideales.

Fue una guerra en la que había que inventarse al enemigo, denunciar al “amigo” comunista que no iba a la iglesia, hacerse un hueco para no tener cabida en un agujero.

Fue una guerra en la que hubo que inventarse el odio, justificar nombre el odio, ponerle al odio nombres y apellidos.

Esta es la Historia que quieren seguir dejando sepultada. Las de estas diecisiete mujeres de Guillena, las de las veinticinco de Fuentes de Andalucía, las trece de Madrid que serían miles, las de un lugar cualquiera de otro punto de España, las cientos de miles de mujeres, de jóvenes, de viejos y hombres de toda clase y condición social, edad y miedo.

Es la historia de mis tíos, de mis abuelos, de mis padres. Es el aceite de ricino y el pelado al cero humillante y rastrero de mi madre; es el miedo inconfesable de mi padre a sentirse acosado, a sentir el latido y el frío del susurro de la denuncia que le podía llevar sin recursos ante la pared del cementerio.

No hay justicia si hay olvido. Y los cristianos que quieren que suceda esto deben saberlo bien, pues no han consentido que la muerte de su ídolo Jesús, después de dos mil años de historia, haya caído en el pozo sin fondo de los muertos sin justicia y sin historia.

domingo, 29 de enero de 2012

HACE TREINTA AÑOS

Hace treinta años Hace treinta años adopté a un amigo que, desde entonces y sin que yo lo supiera, iba a dar conmigo cada paso que yo diera.

Se llama Abel. Pero debería llamarse Caín. Es un mal amigo, un mal hermano. Es un mal compañero de viaje, pero para mí inevitable.

No puedo huir de él ni esconderme, ni jugar haciéndole trampas. No puedo disfrazarme de quien no soy para despistarlo o darle esquinazo, ni puedo anular mis citas con él o cambiarlas de hora, de lugar o darle un motivo diferente al que originó el encuentro.

Mi amigo y yo somos como uno solo. Se llama Abel. Yo me llamo Sida.