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jueves, 6 de septiembre de 2012

PERFUMES EN EL RECUERDO


Con el tiempo, hasta los olores han perdido el antiguo aroma que tenían. Ninguno de aquellosa sensaciones que nos desarrollaron de forma tan agradable el sentido del olfato, que nos embriagaban, que apreciábamos y sabíamos distinguir entre cualquier otro cuando éramos pequeños, sigue teniendo el mismo perfume, el olor o el aroma que recordamos.

Ni siquiera las pastillas de jabón de Heno de Pravia siguen conservando el olor aquél suave y delicado que tenían. Ni los jarabes para la tos, ni el horno de las panaderías donde se cuece el pan. O están nuestras narices incapacitadas ya para captar lo más fino, las mejores esencias, hechas una calamidad por los estragos que nos ocasionan las fórmulas de los compuestos que le echan al aire para que parezca aire, lo que nos tiene inhabilitadas las fosas nasales.

Uno de los olores que no he podido recuperar nunca y que cada día está más lejano en el recuerdo, es el que despedía la vieja biblioteca de mi pueblo, en la que apenas ya quedaban libros cuando yo era pequeña porque nadie había seguido reponiendo ejemplares, y en la que los chiquillos, sobre todo los niños leían tebeos, y algunos hombres, los periódico atrasados de toda la semana. Era un olor intenso que se metía a través de los huecos de la nariz y llegaba a los bronquios e inundaba la capacidad pulmonar hasta inundarnos el pecho. Entonces había que abrir la boca y dejar salir el aire, quedarnos vacíos y respirar de nuevo.

La biblioteca era un salón grande más largo que ancho lleno de pupitres altos con cajoneras ideales para leer de pie, tomar notas y guardar periódicos o libros en sus gavetas; y mesas y sillas todas de color negro, o ennegrecidos por el tiempo y el uso. Todo era de la misma madera. Sobre el extremo derecho del salón había una oficina situada sobre un altillo a la que se llegaba a través de una corta escalera, desde la que el responsable de su uso vigilaba para que todo funcionase bien y tomaba nota de los libros o revistas que íbamos a llevarnos. A mí me gustaba sentarme en uno de los lugares destinados a la lectura, una mesa alta con taburete, y leía sobre todo a Julio Verne, que era casi obligado, ya que apenas quedaba fondo editorial en las estanterías. Las pastas, los lomos, las páginas interiores, todo desprendía el mismo olor agresivo, particular y único. Era un tufillo intenso y no se podía decir que fuese agradable, pero a mí me gustaba, así como recorrer los dedos por los pliegos duros como papel de pergamino, tan manoseados y enteros, tan fuertes como si estuviesen barnizados.

Aquel lugar era una reliquia. Herencia de antiguos patronos ingleses que tuvieron la mina en concesión y que, al marcharse nos la dejaron en calidad de regalo que nadie más pudo seguir manteniendo mucho tiempo, porque enseguida llegó la tristeza de una guerra que nadie había pedido, y lo menos importante era reponer las baldas con libros. Había que reponer balas en las cartucheras y jóvenes en las trincheras y algunos muertos en el cementerio.
La desidia es una mala planta que se agarra a las paredes del tiempo y destroza los cimientos de la vida de las cosas. Y aquella desidia terminó por corroer lo que quedaba de muebles, sillas, libros y revistas juveniles. Algún día, siguiendo alguna orden, ya nadie más abrió sus puertas y nadie supo a qué vida pasó su escaso contenido.

Hoy día el local está destinado a asuntos de la alcaldía compartido con un pequeño ambulatorio donde el médico recibe de 10 a 12 en días alternos y cuida de la salud aburrida de media docena de vecinos que se dan cita previsiblemente en espera de que sean menos largos los días. Es como el club social en el que por fuerza has de encontrarte con alguien.

Hoy día, en mi pueblo no hay escuelas ni iglesias ni mercado ni un lugar en el que las mujeres puedan verse para hablar de sus cosas. Los hombres van al bar, pero ellos son ellos. Y sus necesidades no son las mismas, no cuentan como problemas.

Y hoy, un día cualquiera en el que no ha habido nada reseñable que contar y ningún perfume especial me agasajó la mañana, por algún motivo caprichoso de la memoria he rememorado aquel olor que lo impregnaba todo; las paredes, los libros, los muebles, los fantasmas de la vieja y desaparecida biblioteca.

He intentado a través de las palabras mantenerlo en la memoria olfativa como si fuese la esencia de aquellas mandarinas.

Otra fragancia la de las mandarinas, por cierto, que ya nunca fue la misma que guardamos en el recuerdo.


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