blues y blog

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miércoles, 29 de agosto de 2012

MIS LIBROS Y YO


Mis libros y yo. Yo y mis libros, el yo de mi yo y los libros de mi pequeño mundo. Somos tal para cual: desordenados, caóticos, a medio hacer un poco, atolondrados, aventureros, ficticios, cobardes o arriesgados, un poco locos, mágicos, indecentes… Nos amamos y a veces hasta nos entendemos, y otras, por el contario, nos mostramos incapaces de soportarnos y nos alejamos con una pretendida altivez que hasta nos duele un poco en la conciencia. Nuestra relación es de dependencia, nuestro amor es para practicarlo a cualquier hora.

Como si fuesen estigmas de los que no se borran, como las arrugas que se nos marcan en la piel o los vicios incuestionables, desde el primero hasta el último se han quedado ya para siempre conmigo. Como los hijos de antes o las piedras de los caminos por los que se transita poco. Quietos allí o viajando de mudanza en mudanza, soportando los trastornos de un viaje que no siempre nos llevó de vuelta.

El primer libro que me compré (mejor dicho, que me compraron) no fue un libro, sino una trilogía de más de 600 páginas cada uno. Lo guardo en la memoria y en los anaqueles. Veía su anuncio cada día en el periódico y me esforcé hasta conseguir que mi padre lo comprara. Era una adquisición a crédito y aún así era penoso frente a los pagos cada mes. Recuerdo que el sueldo de mi padre era en aquél tiempo de 260 pesetas a la semana y el crédito se nos hizo eterno.

Los libros eran “Un millón de muertos”, “Los cipreses cree en dios” y “Ha estallado la paz”, de José María Gironella, un catalán amigo del régimen que debió vender más libros de aquélla colección que de todos los otros que hubiese escrito en su vida. Yo era muy joven para aquél tipo de lecturas, pero me apasionaba el tema del que tenía una información detallada y dolorosa pero parcial, de una parte muy residual y resabiada del bando de los vencidos. Mi madre era vehemente cuando contaba atrocidades, pero mientras leía aquéllas páginas parecía que me estaban contando batallas de otra guerra ocurrida en otro país. Menos mal que el tiempo y yo misma, pusimos las cosas en su lugar y le dimos a los nombres signos definitivos. El señor Gironella tal vez fue necesario en aquél momento, porque quizás más tarde no habría sido capaz, no hubiese podido leerlo sin hacer un sacrificio enorme. Tuve capacidad para saber distinguir, evitar el daño que podrían hacerme, valorar y optar por algo libremente.

Me quedé con los vencidos.

Desde el medio rural en el que vivía nos desplazábamos a otros pueblos importantes o a la capital para hacer compras, ir al médico o gestionar asuntos de distinta índole. Y en la primera ocasión en que viajé sola, apenas ocho kilómetros bordeando el río, había conseguido sisar lo suficiente para comprarme un libro, el primero que compré, sin posibilidad de elegir porque no había mucho donde hacerlo. “Una chica de Lubeck”. No consigo recordar el nombre del autor, pero será un placer ahora que hablamos de ello, volver un día al pueblo y buscarlo entre los que se quedaron allí; posiblemente incluso se me ocurra buscar en Google el nombre de la ciudad, que se me antoja australiana.

El hecho de elegir aquél libro fue una necesidad que sentí de pronto, saber si aquélla chica y las otras que aparecían en el texto eran como yo. En otras palabras, si yo, habitante de una diminuta e ignorada porción de tierra podría sentirme identificada con la chica de una ciudad grande, moderna, cosmopolita, como me figuraba que sería aquélla llamada Lubeck.

No puedo hacerme una idea de las veces que he tenido ese libro en las manos o lo he estado mirando, leyendo, pasando los dedos por su lomo frágil, teniendo en cuenta que lleva en mi poder casi cincuenta años.

En realidad, era en el pasado cuando más disfrutaba de los libros. La poca disponibilidad de efectivo para adquirirlos y la ausencia de una biblioteca en la que poder satisfacer la necesidad de leer o de mirarlos me lo hacían ver de forma avariciosa y disfrutar más lo poco que tenía. Todavía en plena penuria económica pero fuera del pueblo, sobre la margen izquierda del río, en plena Gran Vía de Bilbao, bajo la enorme mole de piedra ennegrecida y sobre el duro suelo adoquinado, una pequeña librería larga y oscura, atiborrada de lomos manoseados y en todos los tonos sobrios y ennegrecidos, se convertiría en el santuario desde el que lograría tocar y adorar a los dioses que venían de ultramar escondidos en fardos de contrabando. Allí me atreví a pedir un libro del que alguien me había hablado.

El librero me miró de arriba abajo y me reconoció desde dentro, como si solo mi apariencia le diese confianza, y se fió de mí de la forma más asombrosa, me llevó tras él por un oscuro pasillo, descorrió unas cortinas de cuero hecha jirones y bajamos desde una trampilla disimulada entre las láminas del suelo, por una escalera de caracol hasta un sótano iluminado sólo por una bombilla desnuda y sucia. Allí, en los cajones de madera aparentemente desordenados, empaquetados aun, se amontonaban los libros que la editorial Losada, proveedora desde la Argentina de todo el caudal de exilio español, hacía llegar por todos los medios que podía poner a su alcance.
El hombre, después de una ligera búsqueda dio con lo que yo le había pedido. Y de momento tuve ante mí una joya que pocos se hubiesen atrevido a soñar que verían un día y podrían tocar viviendo en España en aquéllos años duros de dictadura. “La antología rota”, de León Felipe. Es posible que ya nadie o pocos sepan de qué va, de qué se trata, quien fue León Felipe o qué escribía. En una de sus páginas dice, por ejemplo: “cuando Franco, el sapo iscariote y ladrón dijo que la guerra de España era una cruzada religiosa y que dios estaba con ellos, al poeta le entraron unas ganas terribles de blasfemar”.

Con esta joya literaria metida en la mochila estuve detenida en una comisaría de Bilbao después de que la policía nos cogiera a unos cuantos que quedamos atrapados entre dos fuegos durante una manifestación contra el crimen que se iba a cometer unos días después de que se celebrara el consejo de guerra en Burgos. (pero esta es otra historia). Aquella gente no sabía quién era León Felipe ni el contenido de la “Antología rota”. Gracias a la incultura me salvé.

Este fue el libro que más veces he perdido porque lo he prestado muchas veces. Más tarde llegaría la búsqueda insaciable de Rayuela. No sé por qué, pero mientras todo el mundo hablaba de ese título y de su autor, yo no conseguía tenerlo. Eso hizo sin duda que mi interés creciera y cuando al fin pude localizarlo en una librería de barrio, sobre un expositor vertical de libros de bolsillo, la emoción que sentí fue indescriptible, así que ni lo intento siquiera. Lo leí de corrido sin detenerme en nada, sin pretender entenderlo. Después, más lentamente, lo saboreé separando cada sabor y su contenido me hizo plantearme tantas cosas, que creo que desde entonces tuve una forma diferente de sentir y ver mi vida y mi entorno. A partir de entonces fui La Maga.

Por eso, por ser la maga, me atrapó cómo lo hizo desde el primer día y hasta el último aliento entre las hormigas, los cien años de soledad que nos trajo García Márquez. Ese sí ha sido el libro que más veces he leído. Pero entre aquellos primeros tan lejanos y los últimos adquiridos en la Plaza Nueva, la diferencia es abismal. El número de ejemplares se multiplicó hasta el infinito; pasé de no tener a no saber donde tenerlos; el afán se hizo casi enfermizo y crónico. Más que leer, es el gusto de tener, de saber que cuento con ellos, que están ahí, que me miran, que puedo tocarlos y amarlos, respetarlos y temerlos. A los libros se les teme también. Yo me figuro que un día me pedirán cuentas. Me preguntarán qué he aprendido, cómo los he mirado, de qué forma suplanté las personalidades de sus páginas, imité sus palabras o aprendí a sufrir con ellos.

Me harán cientos de preguntas, me lo temo y lo deseo. Yo les contestaré como es debido. Nunca se les ama demasiado, pero puse todo mi empeño en conseguirlo.


(Nota: he averiguado que no podía tratarse de aquél libro, “una chica de Lubeck”, puesto que fue editado en fechas posteriores a las que me refiero)


María D. almeyda. Mayo, 2010.



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