blues y blog

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viernes, 30 de diciembre de 2011

SU CANCIÓN MÁS AMADA

Colocar ruidos por la casa no le sirve de nada. Ni darle calor a las estancias, ni quitar las alfombras para que no amortigüen sus pasos. Poner las fotos en las que su sonrisa lo ilumina todo tratando de llenar el lugar con su presencia intacta, aumenta de forma innecesaria un dolor que no acaba nunca.

Nada sirve de nada, porque es imposible olvidar que ella no está. Creer que la vida puede seguir en el mismo orden desde que ella ha muerto es como pretender que los días no tengan noche.

La casa parece deshabitada y el frío permanece incrustado en las paredes. Todos los ruidos le molestan y al mismo tiempo el silencio se hace insufrible. Comprende que no son las condiciones de la casa, sino su propio dolor lo que le impide permanecer en ella. Todo le provoca una mala rabia que no quiere disimular.

Un cortejo de luces de colores prolongadas por una niebla intensa abraza las farolas hasta difuminarlas. La misma niebla que se posa en los tejados y se enreda entre los árboles cuajados de falsas lágrimas de nieve, y dibuja los cuerpos ateridos de la gente que destilan nubes de vapor por sus bocas sonrientes. La gente va feliz, sonríe como si esperara algo que sabe que va a sorprenderle. Los escaparates muestran ilusión, lujo y atrevimiento.

Ahora se arrepiente de haber salido, no entiende esa alegría de la gente, esos rostros que van como iluminados pertenecen a seres sin sentimientos, esos retazos de palabras alegres que se quedan bailoteando a sus espaldas son restos de una fantasmal exhibición grotesca. No puede compartir ni comprende sus alegrías, no vive en este mundo, se ha quedado muy solo, ha muerto ella, y sin ella no existe el futuro ni la navidad ni puede entender que el resto de la gente pase a su lado sin ver su dolor.

En mitad de la avenida, un hombre vestido con un enorme poncho de colores arranca de una flauta los sonidos de la canción que ella amaba por encima de todas las canciones. Las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, lo pies clavados en el suelo, como un árbol sin ramas que ha crecido de repente desde alguna raíz que acida el aire, recibe el movimiento de choque que golpea sus hombros, sus costados, y lo hace tambalear como si fuese una rama desgajada sacudida por el aluvión que baja y sube la calle.

Se deja caer junto al músico, queda sentado en la acera y coloca unos billetes sobre el sombrero donde la gente deposita su limosna en calderilla. Su mirada es una súplica que el músico atiende sin dejar de tocar la canción.

Lentamente el mundo comienza a disminuir su paso. El trasiego de gente adquiere el ritmo de una cámara lenta, van en la cadencia de un disco vago de revoluciones. Y como si hubiesen abierto de golpe las ventanas de la calle, le abofetean el perfume de los inciensos de los puestos figuras del belén, el tufo penetrante de las castañas asadas, los vahos del transeúnte que despide efluvios de cervezas fermentadas.

Unos brazos amados lo alzan desde la altura en la que el músico interpreta sin cesar la melodía y baila dejándose llevar por ellos rodeando el talle menudo, acariciando su pelo, oliendo su perfume desvaído. El perfume especial, diferente y único que le queda en el recuerdo. El perfume que emanan los cuerpos de los muertos.

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