Cerca de mi negocio hay un espacio socialmente acotado por una docena de chavales jóvenes, de entre 20 y 30 años, en el que no hay cabida para nadie extraño a su círculo. Se pasan el día fumando cigarrillos de marihuana, pateando piedras, escupiendo saliva, con las manos hundidas en los bolsillos, o en alguna de esas actitudes que les son tan características.
Hemos intentado acabar con aquel ghetto en repetidas ocasiones, pero sin éxito alguno. La policía nos dice, cuando le hemos llamado, que los chicos están en la calle porque no tienen otro sitio a donde ir, que no alborotan ni se meten con nadie, ni se pegan ni insultan a los vecinos.
Que no hay caso por el que ellos puedan o tengan que intervenir.
Como se podrá comprender, nuestras relaciones no son buenas. Ellos saben que nosotros no les queremos allí, y nosotros sabemos que los sufrimos injustamente porque no hay términos legales para echarlos, que lamentamos la pérdida de clientes que no pueden estar sentados en la terraza porque el humo de sus cigarros de grifa les expulsa. Tampoco quieren venir con sus hijos para que jueguen en el parque cercano por el temor consecuente y comprensible. Los vecinos de los pisos superiores se abstienen de abrir sus ventanas cuando ellos están reunidos. La gente que pasea cerca se lamenta por no haberse dado cuenta antes de lo que se cuece en aquella esquina del diablo.
Mientras los chicos se defiende diciendo que los del bar son los que menos pueden quejarse, porque ellos también se drogan con sustancias perniciosas aunque sean legales y los propietarios de los bares que servimos copas, son igualmente camellos autorizados y solo son más honrados porque pagan impuestos. Sabemos que esto pasa aquí y se consiente porque en nuestro barrio somos gente sencilla, obreros y autónomos de renta baja, jubilados y empleados sin profesión que han adquirido su vivienda de segunda mano más económica.
En definitiva, sabemos que esto que pasa en nuestro barrio no pasa doscientos metros más allá, donde se ubican viviendas unifamiliares, pisos de alto nivel y un complejo comercial y de ocio cofinanciado por grandes empresas de distintos sectores.
Días pasados fue Navidad. El bar estaba cerrado. Me acerqué hasta él para echar un vistazo como suelo hacer en días de fiesta, aunque nunca entro. Compruebo que todo, por fuera y desde fuera, está en orden. Y allí estaban los chicos, entre ocho y diez y en la misma actitud que de costumbre. Unos fumaban, hablaban entre ellos, la cabeza gacha, las gorras como casquetes de obispos encajadas sobre la frente, sudaderas deportivas gastadas e inútiles para protegerlos del frío. Actitud de indiferencia total, hastío, organizado desorden de vidas sin sueño. Tal vez sueñan algo, esperan algo, no sé, igual no los entiendo, igual ellos no me entienden, y nunca será posible la armonía entre nosotros.
De pronto tuve un ramalazo de locura. Actué sin pensar abriendo la puerta del bar e invitándolos a pasar. Me miraron sin entender, dudaron al principio, después se confiaron, y pasaron. Seguramente necesitaban confiar. Fueron pasando uno tras otro mientras yo iba sacando cervezas, gambas que quedaron del día anterior, y hacía rebanadas de pan y loncheaba chorizo y caña de lomo y se los colocaba ante sus atónitos ojos y ante mi propia sorpresa. Me fui tomando confianza, me animé, les animé a comer y a beber, les invité a cantar, “¿no sabéis canciones? ¡Cantad, vamos a cantar!”, puse el aparato de música y metí un compacto de mis clásicos de siempre sin pararme a meditarlo mucho. Adriano Celentano, ese va bien. “¿O quizás preferís villancicos?... O un rap, de eso no tengo, es igual, música es música, no os cortéis, si queréis cantar, cantáis, y si no, a comer y a beber…” Seguí sirviendo cervezas, cortando chorizos y jamón. Estaba muy cansado del día anterior pero en aquellos momentos me sentía satisfecho. Había pasado la noche buena con mi familia, relajado y sin problemas, comiendo y bebiendo a discreción, compartiendo con una familia muy amplia el repertorio de ideas, músicas y situaciones de todos los años.
Esto era fenomenal, diferente, divertido. Esto era único. Una experiencia que nunca había experimentado. Yo estaba feliz, contento. No sé si debía estarlo, pero lo estaba. Cuando pensé que ya estaba bien les invité a salir. Les ofrecí mi mano, les fui apretando a cada uno la suya, apagué la música y les agradecí que hubiesen aceptado mi invitación. Les emplacé para seguir negociando. Y ante mi sorpresa se negaron a salir. Todos obedecían la orden de un líder que permanecía sentado y les indicaba con gestos que se quedaran. Inútilmente trataba de explicarles que yo tenía que irme, que debía cerrar las puertas, que les agradecía a todos…
Vi que el que se erigía jefe sacaba un librillo de hojas de papel de fumar. Estiró las piernas por debajo de la mesa, se levantó la gorra de visera y sacó de su forro una papelina de grifa. Eso supuse que sería. Me negué en redondo con una autoridad que no admitía discusión ni réplica. ¿O sí? Mi cara se fue encendiendo y mi gesto de complacencia cambió de pronto por una ira que agarrotó mis brazos como tentáculos de calamar y la sangre se agolpó en mis sienes haciendo latir mis venas. Sentía golpear los latidos de la sangre en la frente, noté cómo engordaban las venas hasta hacerme creer que iban a estallar. Me sujetaron y me sentaron de un golpe sobre una silla. Estuve a punto de caer de ella. Les gritaba “aquí no, chicos, aquí no”, y se reían con la boca llena de pan revuelto con trozos de jamón y gambas. Sentí ganas de vomitar y no me reprimí.
El simulacro de paz y amor, de concordia y comprensión había terminado sin haber llegado a ningún punto de unión ni confianza. Vi como cerraban las puertas desde dentro echando los cerrojos y las llaves. Sacaron las botellas de ron y de whisky, el hielo, los refrescos. Echaron al suelo la caja registradora que se abrió como una granada y desperdigó por el suelo las pocas monedas que había dejado en ella el día anterior. Volcaron la máquina de tabaco, la destrozaron a golpes y sacaron todos los paquetes de cigarrillos que contenía. Quizás quedó alguno dentro, no sé.
Bebieron hasta que cayeron redondos y exhaustos, agotados, babeantes, locos. Golpearon todo lo que podían golpear, a mí lo primero, vaciaron sobre mí el contenido de las botellas cuando ya no pudieron beber más, rompieron vasos y platos, destrozaron la decoración de las paredes, descolgaron las guirnaldas que adornaban el bar con motivos de la navidad. Mientras estuvieron dentro, las cortinas permanecieron echadas y ahora, al tiempo de marcharse, las abrieron y quedaron expuestos a la vista de todo el que pasara los daños ocasionados, mi cuerpo machacado tendido en el suelo, los cristales cubriendo el suelo, la gran mancha de líquido extendida por toda la superficie. Era día de navidad y la gente dormía o descansaba hasta tarde.
Al salir dejaron las puertas abiertas. Tardó más de dos horas en que alguien pasara y se interesa por lo que había sucedido en el interior. O eso al menos me pareció a mí. Aunque creo que yo perdí la conciencia y en realidad lo que a mi me parecía una eternidad habían sido solo unos minutos.
Todavía aturdido, mojado y apestando a todos los licores que vaciaron sobre mí, dolorido por los golpes y absolutamente colocado de grifa, llamé a la policía, que no tardó ni cinco minutos en llegar.
De los chicos no había rastro en la calle. Me llevaron detenido n un coche celular, me metieron en los lavabos y me ducharon con agua fría. Me golpearon con una toalla mojada para que confesara lo que realmente había pasado. Nunca creyeron lo que les conté, nadie había visto nada y la versión oficial terminó siendo la que ellos quisieron que fuera. Confesión que no firmé y por lo que me retuvieron hasta que se celebró un juicio en el que solo hubo un acusado y ningún testigo.
Cuando volví a abrir el bar, decorado y limpio de nuevo, instalado con maquinaria y utensilios de primera mano, los chicos seguían hacinados en su esquina, pateando piedras, fumando grifa, se rascaban una pierna, soltaban palabrotas y le tiraban pelotas a un perro para que fuese a recogerlas. Su paciencia parecía infinita pero la mía aun estaba sin comprobar. Seguimos viviendo como antes, como si nada hubiese sucedido. Pero yo he comenzado a planear una venganza que algún día llevaré a cabo.
A veces creo verles el miedo en la cara, como si pudiesen leer mis pensamientos.
Hemos intentado acabar con aquel ghetto en repetidas ocasiones, pero sin éxito alguno. La policía nos dice, cuando le hemos llamado, que los chicos están en la calle porque no tienen otro sitio a donde ir, que no alborotan ni se meten con nadie, ni se pegan ni insultan a los vecinos.
Que no hay caso por el que ellos puedan o tengan que intervenir.
Como se podrá comprender, nuestras relaciones no son buenas. Ellos saben que nosotros no les queremos allí, y nosotros sabemos que los sufrimos injustamente porque no hay términos legales para echarlos, que lamentamos la pérdida de clientes que no pueden estar sentados en la terraza porque el humo de sus cigarros de grifa les expulsa. Tampoco quieren venir con sus hijos para que jueguen en el parque cercano por el temor consecuente y comprensible. Los vecinos de los pisos superiores se abstienen de abrir sus ventanas cuando ellos están reunidos. La gente que pasea cerca se lamenta por no haberse dado cuenta antes de lo que se cuece en aquella esquina del diablo.
Mientras los chicos se defiende diciendo que los del bar son los que menos pueden quejarse, porque ellos también se drogan con sustancias perniciosas aunque sean legales y los propietarios de los bares que servimos copas, son igualmente camellos autorizados y solo son más honrados porque pagan impuestos. Sabemos que esto pasa aquí y se consiente porque en nuestro barrio somos gente sencilla, obreros y autónomos de renta baja, jubilados y empleados sin profesión que han adquirido su vivienda de segunda mano más económica.
En definitiva, sabemos que esto que pasa en nuestro barrio no pasa doscientos metros más allá, donde se ubican viviendas unifamiliares, pisos de alto nivel y un complejo comercial y de ocio cofinanciado por grandes empresas de distintos sectores.
Días pasados fue Navidad. El bar estaba cerrado. Me acerqué hasta él para echar un vistazo como suelo hacer en días de fiesta, aunque nunca entro. Compruebo que todo, por fuera y desde fuera, está en orden. Y allí estaban los chicos, entre ocho y diez y en la misma actitud que de costumbre. Unos fumaban, hablaban entre ellos, la cabeza gacha, las gorras como casquetes de obispos encajadas sobre la frente, sudaderas deportivas gastadas e inútiles para protegerlos del frío. Actitud de indiferencia total, hastío, organizado desorden de vidas sin sueño. Tal vez sueñan algo, esperan algo, no sé, igual no los entiendo, igual ellos no me entienden, y nunca será posible la armonía entre nosotros.
De pronto tuve un ramalazo de locura. Actué sin pensar abriendo la puerta del bar e invitándolos a pasar. Me miraron sin entender, dudaron al principio, después se confiaron, y pasaron. Seguramente necesitaban confiar. Fueron pasando uno tras otro mientras yo iba sacando cervezas, gambas que quedaron del día anterior, y hacía rebanadas de pan y loncheaba chorizo y caña de lomo y se los colocaba ante sus atónitos ojos y ante mi propia sorpresa. Me fui tomando confianza, me animé, les animé a comer y a beber, les invité a cantar, “¿no sabéis canciones? ¡Cantad, vamos a cantar!”, puse el aparato de música y metí un compacto de mis clásicos de siempre sin pararme a meditarlo mucho. Adriano Celentano, ese va bien. “¿O quizás preferís villancicos?... O un rap, de eso no tengo, es igual, música es música, no os cortéis, si queréis cantar, cantáis, y si no, a comer y a beber…” Seguí sirviendo cervezas, cortando chorizos y jamón. Estaba muy cansado del día anterior pero en aquellos momentos me sentía satisfecho. Había pasado la noche buena con mi familia, relajado y sin problemas, comiendo y bebiendo a discreción, compartiendo con una familia muy amplia el repertorio de ideas, músicas y situaciones de todos los años.
Esto era fenomenal, diferente, divertido. Esto era único. Una experiencia que nunca había experimentado. Yo estaba feliz, contento. No sé si debía estarlo, pero lo estaba. Cuando pensé que ya estaba bien les invité a salir. Les ofrecí mi mano, les fui apretando a cada uno la suya, apagué la música y les agradecí que hubiesen aceptado mi invitación. Les emplacé para seguir negociando. Y ante mi sorpresa se negaron a salir. Todos obedecían la orden de un líder que permanecía sentado y les indicaba con gestos que se quedaran. Inútilmente trataba de explicarles que yo tenía que irme, que debía cerrar las puertas, que les agradecía a todos…
Vi que el que se erigía jefe sacaba un librillo de hojas de papel de fumar. Estiró las piernas por debajo de la mesa, se levantó la gorra de visera y sacó de su forro una papelina de grifa. Eso supuse que sería. Me negué en redondo con una autoridad que no admitía discusión ni réplica. ¿O sí? Mi cara se fue encendiendo y mi gesto de complacencia cambió de pronto por una ira que agarrotó mis brazos como tentáculos de calamar y la sangre se agolpó en mis sienes haciendo latir mis venas. Sentía golpear los latidos de la sangre en la frente, noté cómo engordaban las venas hasta hacerme creer que iban a estallar. Me sujetaron y me sentaron de un golpe sobre una silla. Estuve a punto de caer de ella. Les gritaba “aquí no, chicos, aquí no”, y se reían con la boca llena de pan revuelto con trozos de jamón y gambas. Sentí ganas de vomitar y no me reprimí.
El simulacro de paz y amor, de concordia y comprensión había terminado sin haber llegado a ningún punto de unión ni confianza. Vi como cerraban las puertas desde dentro echando los cerrojos y las llaves. Sacaron las botellas de ron y de whisky, el hielo, los refrescos. Echaron al suelo la caja registradora que se abrió como una granada y desperdigó por el suelo las pocas monedas que había dejado en ella el día anterior. Volcaron la máquina de tabaco, la destrozaron a golpes y sacaron todos los paquetes de cigarrillos que contenía. Quizás quedó alguno dentro, no sé.
Bebieron hasta que cayeron redondos y exhaustos, agotados, babeantes, locos. Golpearon todo lo que podían golpear, a mí lo primero, vaciaron sobre mí el contenido de las botellas cuando ya no pudieron beber más, rompieron vasos y platos, destrozaron la decoración de las paredes, descolgaron las guirnaldas que adornaban el bar con motivos de la navidad. Mientras estuvieron dentro, las cortinas permanecieron echadas y ahora, al tiempo de marcharse, las abrieron y quedaron expuestos a la vista de todo el que pasara los daños ocasionados, mi cuerpo machacado tendido en el suelo, los cristales cubriendo el suelo, la gran mancha de líquido extendida por toda la superficie. Era día de navidad y la gente dormía o descansaba hasta tarde.
Al salir dejaron las puertas abiertas. Tardó más de dos horas en que alguien pasara y se interesa por lo que había sucedido en el interior. O eso al menos me pareció a mí. Aunque creo que yo perdí la conciencia y en realidad lo que a mi me parecía una eternidad habían sido solo unos minutos.
Todavía aturdido, mojado y apestando a todos los licores que vaciaron sobre mí, dolorido por los golpes y absolutamente colocado de grifa, llamé a la policía, que no tardó ni cinco minutos en llegar.
De los chicos no había rastro en la calle. Me llevaron detenido n un coche celular, me metieron en los lavabos y me ducharon con agua fría. Me golpearon con una toalla mojada para que confesara lo que realmente había pasado. Nunca creyeron lo que les conté, nadie había visto nada y la versión oficial terminó siendo la que ellos quisieron que fuera. Confesión que no firmé y por lo que me retuvieron hasta que se celebró un juicio en el que solo hubo un acusado y ningún testigo.
Cuando volví a abrir el bar, decorado y limpio de nuevo, instalado con maquinaria y utensilios de primera mano, los chicos seguían hacinados en su esquina, pateando piedras, fumando grifa, se rascaban una pierna, soltaban palabrotas y le tiraban pelotas a un perro para que fuese a recogerlas. Su paciencia parecía infinita pero la mía aun estaba sin comprobar. Seguimos viviendo como antes, como si nada hubiese sucedido. Pero yo he comenzado a planear una venganza que algún día llevaré a cabo.
A veces creo verles el miedo en la cara, como si pudiesen leer mis pensamientos.
Tremendo, desgarrador, por desgracia,( ¿o tal vez no?, puedo despertarme un día también entre cristales rotos y golpeada a mansalva)realista.
ResponderEliminar¿No hay esperanza?
Siempre hay esperanza. Los cuentos son cuentos aunque tengan un visillo de realidad por delante. No suframos innecesariamente.
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