La luna se asomó al acantilado y se vio reflejada en el agua clara y verde de aquella tarde entre dos luces. La luz de la tarde terminando y la de la noche al comenzar. El mar era un derroche de serenidad.
Cuando la luna se vio en la superficie del agua, se enamoró perdidamente de lo que veía. Se acercó, pero la imagen se diluía en onduladas oscilaciones y se convertía en cien líneas diferentes, y se perdía su imagen perfecta, blanca y redonda.
Aquella noche la luna lloró como una niña que acabara de enamorarse y pierde al ser amado. Y a pesar de eso y desde entonces se asoma cada noche al mismo acantilado, pero ya solo ve restos desiguales e imperfectos, y solo alguna vez, de tarde en tarde, su amor recupera su aspecto.
Y ella, resabiada, se aleja por el agua mar adentro.
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