Bandas blancas, rayas amarillas, silencio, soledad y caos, claustrofobia, imagen vertical del mundo, metamorfosis lineal, hierro y desesperación. Silencio, bulla, pasos, intimidación, catarsis, miedo. Calor. Frío. Indiferencia. Ojos cerrados, miradas ajenas, perdidas, ojos que miran sin ver nada más que un camino fijo y repetido. Escaleras empinadas, hierro forjado negro. Oficinas clandestinas, traficantes de sueños, desolación, tristeza. Máquinas, máquinas, máquinas. Prisa, ruido, indiferencia. Mundo subterráneo, superficies planas, kioscos de prensa, se vende, se vende, no compro, no vivo, no sueño, me voy, me quedo, quiero trabajo, había una promesa, silencio, tardo, llego tarde. Llego. Caminos blancos, duros, asfalto y margaritas. Casas de noches nacientes. Oscuridad iluminada de rayos, ruido, confusión, pasos acelerados, pasos cortos y precipitados, zancadas de avestruz, caminos de asfalto, suciedad, luz, oscilación, dudas, decisiones, me voy, termino.
No. Me quedo. Hay gente que camina de prisa, se les ve los pensamientos. Tropiezan unos contra otros. No se miran. Parecen autómatas movidos por resortes clavados en sus frentes. Gente solitaria y huraña que no sonríe nunca. Eso es lo que veo. Gente silenciosa que alguna vez hace el intento de huir de sí mismos, pero se queda estancada a la orilla de un deseo. Recuerdo aquélla primera vez, el bing- bang de mis sentidos, la eclosión de las emociones más primarias. El deseo de estar y hacerme un hueco, de pertenecer a la gran marabunta, de presionar con los codos y empujar hacia dentro reclamando el derecho de estar en la jungla como otro cualquiera de la especie. Como si naciese hacia dentro. Y entonces compruebo el rechazo, la absoluta y tremenda desconfianza que provoco y me inyectan, como si fueran primates de una especie enemiga. Les temo y me huyen. Hay una desconfianza previa y mutua que provocan mi huída. No aprendí a caminar entre ellos. Sentí desgarros y me dolieron mucho. Eso es lo que vi. Ahora ya sé que nada es igual. En principio fue el impacto y la desesperación, la soledad, la frustración de mis expectativas.
Desde la distancia y después de alguna vuelta esporádica comencé a darle humanidad a las estatuas pero sé que nunca viviría allí, porque estaría muriendo sabiendo que allí lo hago a cada momento. No la quiero, pero tampoco ella me quiere a mí. No es odio. Es otra cosa. Es una relación sin parentescos, sin nombre ni argumento. Si hay que ir se va, se da una vuelta, se visita la exposición o a la familia, pero después marcho, rápida y contenta por marchar dejando atrás la ciudad por la que caminaré sin miedo. Yo soy de espacios amplios y de distancias cortas y cómodas. Caminos de tierra, penachos verdes de pinos o estatuas altísimas. Y álamos, los cipreses, que no por fuerza han de ser estos bellos árboles escenarios de tristes cementerios.
No. Me quedo. Hay gente que camina de prisa, se les ve los pensamientos. Tropiezan unos contra otros. No se miran. Parecen autómatas movidos por resortes clavados en sus frentes. Gente solitaria y huraña que no sonríe nunca. Eso es lo que veo. Gente silenciosa que alguna vez hace el intento de huir de sí mismos, pero se queda estancada a la orilla de un deseo. Recuerdo aquélla primera vez, el bing- bang de mis sentidos, la eclosión de las emociones más primarias. El deseo de estar y hacerme un hueco, de pertenecer a la gran marabunta, de presionar con los codos y empujar hacia dentro reclamando el derecho de estar en la jungla como otro cualquiera de la especie. Como si naciese hacia dentro. Y entonces compruebo el rechazo, la absoluta y tremenda desconfianza que provoco y me inyectan, como si fueran primates de una especie enemiga. Les temo y me huyen. Hay una desconfianza previa y mutua que provocan mi huída. No aprendí a caminar entre ellos. Sentí desgarros y me dolieron mucho. Eso es lo que vi. Ahora ya sé que nada es igual. En principio fue el impacto y la desesperación, la soledad, la frustración de mis expectativas.
Desde la distancia y después de alguna vuelta esporádica comencé a darle humanidad a las estatuas pero sé que nunca viviría allí, porque estaría muriendo sabiendo que allí lo hago a cada momento. No la quiero, pero tampoco ella me quiere a mí. No es odio. Es otra cosa. Es una relación sin parentescos, sin nombre ni argumento. Si hay que ir se va, se da una vuelta, se visita la exposición o a la familia, pero después marcho, rápida y contenta por marchar dejando atrás la ciudad por la que caminaré sin miedo. Yo soy de espacios amplios y de distancias cortas y cómodas. Caminos de tierra, penachos verdes de pinos o estatuas altísimas. Y álamos, los cipreses, que no por fuerza han de ser estos bellos árboles escenarios de tristes cementerios.
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