En el corral de mi tía Teresa había siempre muchas gallinas, gallos y pavos. Pavas, me figuro que también había. Nos gustaba ir allí porque siempre nos daba huevos que eran los mejores huevos que comíamos nunca. Jamás vimos unos huevos con yemas más rojas, grandes y sabrosas. Ya casada y con hijos a los que nunca supe por qué no le gustaban los huevos, les prometía que aquellos eran los huevos que comía Popeye y se los comíam con una delicia increíble, y repetíam, como si aquel manjar no fuese el mismo que comíam en la ciudad. Y debía ser sencillamente porque no lo era. Aquellos eran los huevos del corral de la Tía Teresa.
Recuerdo que cuando llegábamos al corral le gritábamos a los pavos “¡Aceite y vinagre!” y los pavos respondían siempre con un croar ruidoso y chirriante. Ninguno nos cansábamos. “¡Aceite y vinagre!” “¡Crooaoaoaoaorc!”. “¡Aceite y Vinagre!”, y de nuevo aquella respuesta estridente y rutilante mientras se le movían los ganglios rojizos apoyados sobre las plumas.
Y cuando llegaba la navidad, la tía Teresa nos regalaba un pavo. Y llegábamos al corral para elegir al elemento que más nos gustara. Y le gritábamos la consabida cantinela para que saliera de su cuchitril y nos divirtieran con su canto loco de pavo triste. Pero el pavo estaba más pavo que de costumbre y por alguna razón que desconocemos, quizás por el frío o un sexto sentido que tienen los pavos, desconocido para el gran público humano que se ríe de sus gorgoritos, se negaba a salir de su pavero y no cantaba, no respondía al canto idiota que le lanzábamos, “¡Aceite y vinagre! ¡Aceite y vinagre!”. Mientras nosotros, tan listos, pobres estúpidos humanos, ignorando que si durante todo el año hubiésemos cantado hasta quedarnos roncos “¡Aleluya, aleluya, te queremos, engorda, que te queremos gordo, que te vamos a matar por navidad!” nos hubiese respondido de igual modo, con su canto falto de exotismo, vulgar y estridente. ¡Croooooaoaoaoaoaorrrrc!
Y cuando llegaba la navidad, la tía Teresa nos regalaba un pavo. Y llegábamos al corral para elegir al elemento que más nos gustara. Y le gritábamos la consabida cantinela para que saliera de su cuchitril y nos divirtieran con su canto loco de pavo triste. Pero el pavo estaba más pavo que de costumbre y por alguna razón que desconocemos, quizás por el frío o un sexto sentido que tienen los pavos, desconocido para el gran público humano que se ríe de sus gorgoritos, se negaba a salir de su pavero y no cantaba, no respondía al canto idiota que le lanzábamos, “¡Aceite y vinagre! ¡Aceite y vinagre!”. Mientras nosotros, tan listos, pobres estúpidos humanos, ignorando que si durante todo el año hubiésemos cantado hasta quedarnos roncos “¡Aleluya, aleluya, te queremos, engorda, que te queremos gordo, que te vamos a matar por navidad!” nos hubiese respondido de igual modo, con su canto falto de exotismo, vulgar y estridente. ¡Croooooaoaoaoaoaorrrrc!
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