blues y blog

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martes, 10 de enero de 2012

¡QUÉ BELLO ES SER POBRE!

Si nos fijamos bien, qué hermoso es ser pobre en los momentos actuales… Más que en estos momentos, en los momentos pasados, en los años pasados, siempre, ser pobre y haberlo sido siempre. Si siempre hubiésemos ido por ahí de pobres, nunca hubiésemos tenido necesidades.
   Hoy tenemos necesidades porque nos las han creado. Y nos las han creado porque hemos sido unos crédulos imbéciles que hemos querido ser diferentes, y después hemos ido por ahí presumiendo de no ser pobres. Ahí está el cuis de la cuestión. Pero si ya éramos pobres, ¿para qué hemos querido ser más pobres todavía? Y si ya conocíamos ese mundo y estábamos bien en él, para qué hemos querido cambiar? Bueno, será porque somos así, porque nunca nos conformaremos con lo que tenemos y si podemos aspirar a ser más, tener algo más, o ser menos pobres, pues lo intentamos, y a ver cómo sale el experimento.
  
   Pues ya ven, el experimento no ha salido bien. Pero no podemos quejarnos los pobres, porque bajo esta condición de miserables humanos, todo son ventajas. Si nos fijamos bien, una vez que somos pobres, -pobres del todo, pobres miserables, pobres de no levantar cabeza, pobres pobres de remate- todo en nuestra vida son ventajas. Y para ser pobres, claro está, hay que serlo de una vez, nada de andar siendo pobres a medias. Para ser pobres a medias mejor no somos nada.

   Pero decía que nuestra calidad de pobreza lleva emparejada una situación de bonanza y felicidad que nos ahorra una gran cantidad de sufrimientos y preocupaciones. Por ejemplo, los pobres de máxima calidad estamos exentos de pagar impuestos. No tenemos casa, por lo tanto nos ahorramos pagar hipotecas. Tampoco tenemos que gastar un céntimo en facturas de luz ni teléfono o gas. Nos ahorramos al mismo tiempo la penosa cuestión de la comunidad de vecinos, además de la cuota de la vecindad. No tenemos que preocuparnos por la inflación de la vida ni por el IRPF, por ninguno de los arbitrios municipales, por el precio de los carburantes, por el primero ni por el último día de las rebajas. Pasamos de modas y extravagancias, vemos la televisión desde la primera línea de los escaparates, viajamos sin temor a huelgas o descarrilamientos. Somos afortunados, qué duda cabe.
   Pero aun tenemos más ventajas los que somos pobres de solemnidad. Por ejemplo, nos ahorramos pagar el precio que nos piden por los libros escolares de nuestros hijos. Nosotros los educamos en la pobreza y prescindimos del coste abusivo de los libros y los materiales. Nosotros no compramos pan: simplemente aprendemos a usar los trucos necesarios para hacerlos desaparecer del cesto en los que nos los ofrecen tan amables, olorosos y candentes.

   Somos prestidigitadores. O Milagreros. Convertimos el tiempo en pasacalles, la noche en habitaciones oscuras, las estrellas y la luna en bombillas de bajo consumo.

   Los pobres de solemnidad como nosotros, tenemos las ventajas de no tener que ir al dentista. Tampoco hacemos mucho gasto en médicos ni especialistas en enfermedades. Los pobres no tenemos problemas de salud. Los pobres solo tenemos problemas derivados de usencia de buenas digestiones. Algunos solo somos excéntricos que por algún motivo ha tenido el capricho de tener una dolencia. Pero como norma general, cuando tenemos un mal ya es a última hora, y entonces directamente nos morimos sin necesidad de ocasionar gastos al erario público y mucho menos de vender un riñón para pagarnos una operación que al final no nos va a salvar de ser difuntos. Entonces nos morimos y santas pascuas. Nos ahorramos sufrir los trastornos propios de una operación cruel y dolorosa, andar por el resto de nuestros días con feas cicatrices, salir de los efectos de la anestesia, perder la conciencia hasta el estado vegetativo en que nos dejan los curanderos.

   Otro de los problemas por los que no tenemos que sufrir es el de la justicia. No tenemos cuentas pendientes con ella. Cuando uno de nosotros ha cometido un delito, por pequeño e insignificante que sea, directamente va al trullo si es cazado, sin preámbulos ni historias, sin tanto abogado de bufete caro, sin tener necesidad de salvaguardar nuestro prestigio, sin sentir que se nos ofende. Nos dejamos enchisquerar y nos dan de comer gratis por una temporada. Nosotros no necesitamos enmascarar los pequeños hurtos que hacemos con nombres estrambóticos que se amparan en el enmarañado sistema judicial para escurrir el bulto.

   Si lo hacemos lo pagamos. Aquí paz y después gloria. Y nos quedamos a gusto porque en nuestro mundo de pobres una de las cosas que primero hemos aprendido es a comprender que nada nos pertenece y que si algo que no es nuestro aparece en nuestras manos, o lo devolvemos enseguida o admitimos que somos ladrones. Nosotros, los pobres, no podemos permitirnos ciertos lujos. Por ejemplo, no podemos permitir que se desconfíe de nosotros, que pongan en duda nuestra honradez, que nos tilden de cosas que no somos. Somos pobres, pero por serlo no vamos a eludir nuestros compromisos con la justicia si en algún momento nos reclama algo. Ya que no podemos pagar con dinero, va por delante nuestra satisfacción a saldar deudas.

   O sea, que por todo lo expuesto y por consideraciones que me quedan aun sin desempolvar, tengo que admitir que ser pobre es una bendición del cielo. Ya no volverán a desahuciarme ni a llevarse mi coche ni a negarme plaza en el colegio por carecer de domicilio o no estar empadronada en las listas municipales de vecinos con clase, ni a prohibirme la entrada en la piscina ni a pedirme mi voto, porque ya no le intereso a nadie. Ya soy pobre, y los pobres que, como yo, no nos queda nada para dar, solo le interesamos a algunos programas de televisión que estudian sociológicamente nuestro caso.

   Ya veo los titulares: “El caso de los pobres felices”, y todos tras nosotros rogándonos que les demos las claves de nuestro secreto, que les entreguemos las llaves que abrirán las puertas del futuro para dejar atrás sus desastrosas vidas de medio pensionistas, medio alta, medio baja, medio rica o medio dependiente de papás, maridos y amantes. Nosotros, los rematadamente pobres somos además los miembros ilegales de un país que ya no puede seguir estafándonos. Y eso, sencillamente, nos llega al alma.

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