--Abuela, ¿sabes qué? Soy divina y rockera.
Está deseando ser mayor, tanto como su hermana, pero tiene muy claro que no puede crecer de prisa ni alcanzarla. Sabe que el proceso es lento, que todo pasará lentamente, pero está mentalizada y sabrá esperar.
--Tengo un amigo marrón, abuela, se llama Omar, tiene el pelo rizado y se mete los lápices en el pelo y el dedo en la nariz, pero a mí me gustan más los niños rubios…
Imparable, incapaz de estar callada unos minutos, cogida de mi mano, apretando mis dedos, dándome calor, un calor distinto al que llevo en la mano derecha, enguantada y negra.
--Tengo que decirle a Omar que está aquí mi abuela y que ya no me tire más del pelo porque si no mi abuela se enfadará.
Como si la abuela fuese su adalid, la abuela de Piolín, alguien a quien la edad subió a un pedestal y su misma fantasía le imprime un carácter de personalidad importante
--No me gusta que me hablen con la voz aguda, abuela. Se creen que soy una niña pequeña.
Pequeña donde yo diría chica. Rockera donde yo pondría ye-ye. Marrón lo que yo pintaría de negro. Contadora incansable de palabras donde yo pongo el silencio. Proyectos de crecer en varias direcciones donde a mí sólo me queda reflexión y recogimiento. Estatura que se eleva día a día junto a otra que empequeñece de igual modo. Sorpresa frente a hastío. Ilusión junto a cansancio disimulado apenas, lo justo para seguir andando un poco más.
--Abuela, los niños no se meten los dedos en la nariz, ¿verdad?
--No, claro que no.
--Abuela, ¿sabes qué?
--Que, dime qué.
--Es fenomenal… --gesticulando con todos los músculos de la cara—no te lo puedes creer, pero la malvada Davinia es una vam-pi-ra –y separa las sílabas recalcando la palabra.
--¡No!
--Esa soy yo.
--¿La vampira? ¿La malvada?
--Sí. –rotunda.
--¿Y por qué quieres ser la mala?
--Para que ningún niño me tire de los pelos.
“Di que sí, Valentina. Sé la mala. Al menos mientras aprendas a defenderte. Sé la mala para mantenerlos a raya. Guarda esa sonrisa maliciosa para cuando seas mayor. Pero aprende a enseñar tus pequeñas garras para que ellos se vayan enterando”.
Porque las cosas no están mejor de lo que estaban. Y mucha culpa de ello seguimos teniéndola nosotras, las mujeres. Pero me callo, guardo silencio junto a ella y no le digo nada. De todas formas creo que ella tiene claros los conceptos. Tan pequeña y cómo sabe atrapar mi mano para que yo no me pierda. Ella sabe que no puede ir más de prisa, que por mucho que quiera no será más alta ni tendrá la edad de su hermana cuando se levante mañana. Yo sé que no puedo ir más despacio, y que aunque lo intentara no conseguiría detener el tiempo. Las cosas están claras entre nosotras.
Está deseando ser mayor, tanto como su hermana, pero tiene muy claro que no puede crecer de prisa ni alcanzarla. Sabe que el proceso es lento, que todo pasará lentamente, pero está mentalizada y sabrá esperar.
--Tengo un amigo marrón, abuela, se llama Omar, tiene el pelo rizado y se mete los lápices en el pelo y el dedo en la nariz, pero a mí me gustan más los niños rubios…
Imparable, incapaz de estar callada unos minutos, cogida de mi mano, apretando mis dedos, dándome calor, un calor distinto al que llevo en la mano derecha, enguantada y negra.
--Tengo que decirle a Omar que está aquí mi abuela y que ya no me tire más del pelo porque si no mi abuela se enfadará.
Como si la abuela fuese su adalid, la abuela de Piolín, alguien a quien la edad subió a un pedestal y su misma fantasía le imprime un carácter de personalidad importante
--No me gusta que me hablen con la voz aguda, abuela. Se creen que soy una niña pequeña.
Pequeña donde yo diría chica. Rockera donde yo pondría ye-ye. Marrón lo que yo pintaría de negro. Contadora incansable de palabras donde yo pongo el silencio. Proyectos de crecer en varias direcciones donde a mí sólo me queda reflexión y recogimiento. Estatura que se eleva día a día junto a otra que empequeñece de igual modo. Sorpresa frente a hastío. Ilusión junto a cansancio disimulado apenas, lo justo para seguir andando un poco más.
--Abuela, los niños no se meten los dedos en la nariz, ¿verdad?
--No, claro que no.
--Abuela, ¿sabes qué?
--Que, dime qué.
--Es fenomenal… --gesticulando con todos los músculos de la cara—no te lo puedes creer, pero la malvada Davinia es una vam-pi-ra –y separa las sílabas recalcando la palabra.
--¡No!
--Esa soy yo.
--¿La vampira? ¿La malvada?
--Sí. –rotunda.
--¿Y por qué quieres ser la mala?
--Para que ningún niño me tire de los pelos.
“Di que sí, Valentina. Sé la mala. Al menos mientras aprendas a defenderte. Sé la mala para mantenerlos a raya. Guarda esa sonrisa maliciosa para cuando seas mayor. Pero aprende a enseñar tus pequeñas garras para que ellos se vayan enterando”.
Porque las cosas no están mejor de lo que estaban. Y mucha culpa de ello seguimos teniéndola nosotras, las mujeres. Pero me callo, guardo silencio junto a ella y no le digo nada. De todas formas creo que ella tiene claros los conceptos. Tan pequeña y cómo sabe atrapar mi mano para que yo no me pierda. Ella sabe que no puede ir más de prisa, que por mucho que quiera no será más alta ni tendrá la edad de su hermana cuando se levante mañana. Yo sé que no puedo ir más despacio, y que aunque lo intentara no conseguiría detener el tiempo. Las cosas están claras entre nosotras.
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