Todo comenzó como un juego, de la única forma que podían comenzar las cosas por entonces. Porque éramos jóvenes, casi niños, porque aquel desafío no podíamos tomarlo de otra manera que no fuese jugando, porque se avecinaban las vacaciones y en algo teníamos que echar el tiempo.
Nos reunimos en asamblea, -aunque ninguno de nosotros supiésemos la literalidad de la palabra- en la calle, en el único lugar que teníamos siempre abierto a nuestra disposición. Y de nuestros devaneos mentales nació la idea de hacer un Belén viviente. Un Belén con seres humanos, de carne y hueso, en un hábitat natural que imaginamos que sería como el Belén de los acontecimientos.
Pusimos en marcha la idea con una celeridad pasmosa, saltando por encima de todos los obstáculos que se nos presentaban. Aunque estábamos tan ilusionados que no recuerdo haber visto a nuestro alrededor ningún inconveniente que pudiera ser tomado como tal.
Confeccionamos la ropa en el taller de costura de mi madre utilizando colchas adamascadas, viejas telas y cueros secos de animales que sacamos de nuestras casas. Cualquier cosa nos servía para transformarla en ropajes que tratábamos de imitar según cuadros y pinturas de la época en las que se podía ver cómo iban vestidos los personajes del cuadro bíblico que queríamos impresionar en carne y hueso.
La localización del lugar en el que se instalaría el Misterio estuvo clara desde el primer momento. Por encima de la carretera, en un tramo visible después de una curva cuando se dejaba atrás la ermita tan solo por unos pasos, sobre un pequeño montículo en el que habían quedado casi destruidas unas cuantas chozas y zahúrdas, fue el lugar elegido sin discusión alguna. El invierno llenaba el suelo de hierba y era como un tapiz extendido por toda la ladera. Y a cada tramo, los rectángulos oscuros de los cuchitriles abandonados en los que quedarían alojados los peregrinos huyentes, los pastores y sus rebaños.
Repartimos los papeles. Una joven belleza quinceañera sería la virgen y un joven alto y apuesto se quedó con el papel de San José. Cuando los tuvimos vestidos con la ropa que se les confeccionó, con el largo telar y los velos cubriendo la cabeza de maría y la barba envejeciendo el joven rostro de José, la escena cobró un realismo impresionante. El vaquero Cumbreño nos prestó ovejas, una vaca y un mulo.
Diseminamos pastores y pastoras por el monte, colocamos fogatas protegidas por piedras que las rodeaban, sobre el trípode hecho con madera de eucaliptus se sostenía balanceándose una olla con agua que hervía. Pusimos rebaños de cuatro o cinco elementos dispersos por el monte, atados, sujetos a estacas para que no se movieran del lugar. Pusimos la vaca y el mulo detrás de un pequeño pesebre sobre el que un niño de Dios acababa de nacer y era observado atenta y amorosamente por María y José, silenciosos y aturdidos.
Desde el pequeño pueblo metido en el valle hasta la altura en la que ubicamos el nacimiento había un largo trecho que había que recorrer ya oscurecido por una angosta y retorcida carretera, estrecha y negra; y para hacer más llevadero y fácil el acceso de las visitas de nuestros vecinos, colocamos a cada cierto trecho unas bengalas hechas con palos a los que se le había atado a un extremo rollos de algodón de la fábrica impregnados en un líquido inflamable que llenaba cada tarde el camino a recorrer de fantasmagóricas visiones.
Ya en la última curva se divisaba el monte con las fogatas encendidas, las figuras ateridas de frío y emociones, los animales vivos atados a las estacas o sobre los hombros de algún pastor, tal como habíamos visto que sucedía en los belenes hechos con figuritas de barro.
Pero nuestras figuras eran de carne y hueso. Teníamos que trasladar a los animales cada tarde desde sus cuadras y corrales hasta el improvisado escaparate del Belén. Y al finalizar había que llevarlos de vuelta a sus establos. La vaca era lenta, inamovible y terca, y el mulo, afortunadamente, aprendió a hacer el camino llevando sobre su grupa un jinete al que tenía confianza. Las ovejas había que trasladarlas subidas a hombros de todos nosotros, pues separadas de su rebaño se negaban a dar un solo paso. Pesaban mucho. Solo los chicos más fuertes podían hacer el largo camino con ellas en los hombros.
Todos teníamos papeles asignados en la obra, todos intervinimos de una u otra manera. Pero a la hora de la escenificación mímica del Nacimiento, solo yo les veía desde la falda del pequeño monte, después de haber dirigido cada movimiento y situado en la escena al personaje correspondiente, y viéndolos desde allí, en un conjunto humano único y maravilloso, no pude contener las lágrimas y volqué desde el pecho toda la emoción contenida hasta aquel momento.
El día del estreno, mientras el frío nos atravesaba los huesos, sentía como una bendición la satisfacción de un trabajo bien hecho, conseguido y realizado con todo el esfuerzo del mundo que hasta entonces nos negábamos a reconocer. Todos los chicos quedaban cerca de una hoguera y así se impedía que sus miembros quedaran agarrotados por el frío. Yo cuidaba de que no faltara leña cerca y uno vestido de pastor la arrimaba cuando veía que las brasas se pegaban al suelo.
La gente, los vecinos que habían asistido a nuestro incesante trabajo esperando ver qué salía de nuestros movimientos para emitir un juicio, se quedaron impresionados. Yo les veía asombrados y atónitos ante el espectáculo que les estábamos ofreciendo, que no habían podido figurarse. No faltó nadie. Es decir, cada día de puesta en escena del Belén al aire libre, con personas y animales vivos, pasando frío y penalidad manteniendo la estática postura de las estatuas, nuestros vecinos asistían sin falta ofreciéndonos también el sacrificio de su frío a cambio de su perpleja mirada llena de asombro.
Todos, no. Faltaron algunos. Concretamente faltaron tres. Vino gente de fuera de nuestros lindes, de pueblos cercanos de la comarca. Salió una nota en la prensa de la ciudad. En ella se hacía un reconocimiento al éxito del Portal viviente, al esfuerzo realizado por los chicos que habían llevado a cabo tan sorprendente trabajo, y terminaba diciendo que los tres organizadores del acto, los maestros y el cura párroco de la localidad agradecían a todos su asistencia y la excelente acogida que habían tenido para con aquella extraordinaria iniciativa.
Me mandaron el periódico a mi casa para que me sintiera bien al leerlo. Diario Odiel era todavía, lo recuerdo bien. Me sentí tan indignada leyendo la nota, que creo que el frío fue más intenso que el sufrido durante las tardes en el monte. Con un lápiz que tenía a mano garabateé encima y borré cuanto pude hasta casi rasgar el papel.
Cuando devolví el diario a su dueño, el alcalde, estaba furiosa de la rabia. Aquellos tres personajes no solo no habían sido organizadores de nada, sino que además de no ir a visitarnos habían puesto todo su empeño en que no saliera bien. Nunca entendimos por qué.
El domingo siguiente el cura párroco dedicó su homilía a afear nuestra conducta, criticando la osadía de hacer uso indebido de algo que no nos pertenecía. Se refería al periódico y se refería a mí, ya que solo yo había hecho aquello de que se acusaba a los demás. Me di por aludida y abandoné la iglesia. Detrás de mí salieron todos los otros. Nunca más volví a ella.
De esto que cuento han pasado cuarenta y ocho años. A menudo lo recuerdo, sobre todo cuando llega la Navidad. Hace mucho que no he vuelto a saber de todos aquellos chicos y chicas que protagonizaron aquel bello y frío cuento que comenzó como un juego y terminó mostrándonos la parte más sucia y fea de una sociedad pueblerina llena de tabúes y dominios religiosos, de cerrados y oscuros callejones por donde se circula pegados a la pared, y se habla con un lenguaje indescifrable, con la voz amarga y retorcida de los conventos.
"Unos cardan la lana y otros se llevan la fama"...
ResponderEliminarSé que en esto que cuentas este refrán no es literal, pero se me ha venido a la cabeza.
Sí, suele suceder eso en los pueblos, sigue pasando aún hoy, así que hace años...
Me ha gustado el relato y creo que debes sentirte orgullosa de lo conseguido. Se sabe que muchos intentan matarnos la ilusión, pero sólo o consiguen si les dejamos.
Besos
No estoy acostumbrada a tener comentarios y no había visto este. Gracias por animarme, seguiré mirando.
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